lunes, 1 de diciembre de 2025

Consuelo y Rafael, mis padres

 


1.

 ¿Cómo se habría expresado mi padre de conocer mi casa actual?

 Rafael:

"No sé en qué momento exacto comenzó a disiparse la vista de la ciudad detrás de mí; solo recuerdo que, al volverse una burbuja de luz en la distancia, algo dentro de mi pecho empezó también a callar. Era como si el ruido cotidiano se resistiera a quedar atrás, pero el bosque, con su espesura solemne, se empeñaba en cubrirlo todo, incluso mis propios pensamientos. Cada metro que avanzaba por el camino empinado se sentía como una nota más baja en una escala que descendía hacia la paz.

El serpenteo entre potreros me devolvía la memoria de otras montañas, de otros inviernos. Las casas dispersas, desafiando el frío, el viento y esa persistente silampa, parecían sostener con dignidad la música callada de la vida ruda. Aquí, comprendí, los ruidos se vuelven locales, íntimos; ni las campanas de las iglesias que alguna vez guiaron mis jornadas podrían ahora atravesar el silencio compacto que lo envuelve todo. Al fondo, cerros y volcanes custodiaban el paisaje con la majestad de quienes nunca necesitaron levantar la voz.

Frente a la casa de los abuelos encontré un muro almenado que me recordó los teatros antiguos: esas dos columnas firmes eran como los pilares de un escenario que se abre para un acto solemne. El portón, que un día fue blanco, ahora verdeaba como un pentagrama abandonado al clima. Cruzo y me recibe un breve claro de césped. A un costado, el gallinero bajo su chayotera murmura un ritmo doméstico; al otro, la torre del molino se yergue como metrónomo del viento.

La callecilla conduce a la casa colonial, sencilla como un buen instrumento sin ornamentos. Un árbol añoso, rodeado por su ramal, sostiene orquídeas que cuelgan en racimos: parecen compases suspendidos, esperando la nota que los despierte.

Al pasar la casa, la cochera —amplia, casi cavernosa— se abre como una sala de conciertos donde alguna vez, sospecho, el bullicio de la familia y de los tamales debió sonar más dulce que cualquier melodía formal. Yo, que he dirigido coros enteros, reconozco cuando un espacio guarda resonancias humanas: allí había muchas.

Una escalera breve desciende hacia un terreno compuesto como se compone una obra: bambús que marcan el ritmo, cipreses que trazan la armonía vertical, amapolones y enredaderas que decoran la melodía principal. Veo el área donde los niños corren, luego los frutales que luchan contra el clima —testimonio de la terquedad creadora— y finalmente entro en la zona boscosa, la verdadera sala de concierto del lugar.

Allí, cada árbol traído de los riachuelos parece haber encontrado su compás exacto para crear conjuntamente, una sinfonía celestial. Las aves de colores, los insectos polinizadores, las orquídeas dispersas como acordes imprevistos… todo vibra con una unidad que ningún director podría forzar. El viento, empujado desde las montañas por la respiración cálida del Caribe, produce un profundo coro cuando roza las hojas; los bovinos de las fincas sollozan graves; las parvadas de tucanes y piapias irrumpen con una alegría estridente. Y, sin embargo, la paz permanece.

Es una paz que se posa sobre uno como una luz que no viene de afuera, sino de adentro. Me sentí, por un momento, despojado de años, de obligaciones, de ruidos ajenos: sentí que mi corazón volvía a ser simple, como cuando era niño y cualquier brisa podía enseñarme música.

Si alguna vez tuve duda de que la naturaleza canta, aquí se disipó. Porque este lugar —este refugio silencioso que respira con su propio tempo— no hace más que revelar la verdad que siempre he buscado en la música: que lo sublime no grita; apenas se insinúa. Y que basta escucharlo con humildad para reconocerlo".

 


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2. 

 ¿Cómo se habría expresado mi madre de conocer mi casa actual?

 Consuelo:

No hay viaje que prepare el espíritu para lo que la montaña revela. La ciudad quedó atrás como un resplandor distante, casi frágil, mientras el bosque se encargaba de imponer su dominio. A medida que avanzábamos, sentí que el silencio comenzaba a limpiarme por dentro, como si una parte de mí reconociera, antes que yo misma, que aquí había un remanso que no conocía desde hacía años.

El camino serpenteaba entre potreros abiertos, salpicados de casas que resisten estoicamente el frío, el viento y esa insistente silampa que parece no haber cedido jamás ante nadie. Y sin embargo, lejos de la dureza, encontré en ellas una ternura antigua: la de las familias que han aprendido a vivir sin temerle a la soledad. El aire, tan espeso que ni las campanas de las iglesias alcanzan a atravesarlo, me recordaba los silencios de mi infancia, esos en los que la vida sonaba de otra manera.

Frente a la casa de los abuelos me recibió un portón sostenido por dos columnas fuertes, como guardianes cansados pero fieles. El verde que lo cubre —producto del viento que deposita su savia en cuanto toca— me dio la impresión de estar entrando no solo a un lugar, sino a una época que no conocía prisa. Crucé el portón y encontré un pequeño claro donde uno podría imaginar muchas llegadas, muchos abrazos, muchos regresos.

A un lado, el gallinero bajo una chayotera; al otro, una torre que guarda agua y memorias de trabajo. Era como si cada rincón se hubiese mantenido en pie no solo por su utilidad, sino por amor a la permanencia.

La casa colonial, sencilla y abrigada, se presentó como un refugio familiar, y el árbol añoso que la acompaña, cubierto de orquídeas, me hizo pensar en cómo la belleza suele venir sin alardes, sin exigencias, simplemente sosteniéndose.

Al caminar hacia la cochera, amplia como un corazón dispuesto a recibir, no pude evitar imaginarla llena: mesas improvisadas, voces entrelazadas, ollas humeantes, el bullicio de los preparativos navideños, los tamales hechos en familia. Un cuadro que conozco bien, pero que aquí —en este aire tan distinto— adquiría un brillo nuevo.

Continué por la escalera discreta que desciende hacia el este y me encontré frente a un terreno ordenado por la mano humana con una delicadeza que solo se logra cuando se comprende la tierra. Bambúes, cipreses, amapolones, flores que se enredan entre sí como si también fueran familia. Más adelante, el zacate amplio, el lugar donde inmediatamente pensé en mis hijos.

Vi, como solo una madre puede ver, lo que nunca estuvo allí pero que yo conocía de memoria: a los mayores corriendo con la fuerza de su juventud temprana; a los de en medio inventando juegos nuevos que duraban toda la tarde; a los pequeños, siempre cerca de mis faldas, descubriendo hojas, piedritas, orugas. Y más allá, en esa zona boscosa donde los árboles traídos de los riachuelos dan sombra y frescura, imaginé a mis nietos futuros, herederos de la misma ansia de juego y maravilla.

Me conmovió pensar cómo cada generación habría encontrado aquí su lugar: los más grandes, explorando valientemente; los medianos, construyendo historias; los pequeños, mirando todo con ojos recién nacidos al mundo. Y yo, observándolos a todos, como siempre lo hice, con esa mezcla de orgullo y responsabilidad que jamás abandona a una madre.

El viento, al pasar entre las hojas, produjo un rumor que me pareció casi una canción conocida. Los bovinos de las fincas cercanas mugieron con su ritmo lento; los tucanes y las piapias dibujaron un jolgorio breve en el aire. Pero por encima de todo eso, una paz profunda —entrañable, luminosa— se posó sobre mí.

Comprendí entonces que este lugar guarda un don: el de devolvernos la inocencia, no como un regreso imposible, sino como una promesa. Aquí, pensé, cualquier corazón cansado podría volver a ser sencillo. Y yo misma, madre de tantas vidas y tantos años, sentí por un momento aquella ligereza que solo otorga la certeza del hogar.

Porque en este paraje, el bosque no guarda silencio: lo pronuncia. Y su voz, suave pero firme, dice exactamente lo que toda alma anhela oír cuando ha amado mucho:
que todavía hay un rincón del mundo donde el tiempo se detiene para dejar que uno respire".

 


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3. 

Y hasta habría podido dejarnos una carta: 

 "Hijos míos —a ustedes, mis siete varones y mis tres mujeres— quiero contarles lo que sentí al llegar a este paraje, porque al verlo, pensé inmediatamente en cada uno.

La ciudad quedó atrás como un farol tembloroso, empequeñecido por la distancia, y mientras el bosque lo iba cubriendo todo, pensé en cuántas veces los vi partir hacia sus vidas, uno por uno, perdiéndose también entre montañas, ciudades, mares… y aun así conservando dentro de sí una luz propia, como esa burbuja que marca dónde queda nuestro punto de partida.

El camino empinado que atraviesa los potreros me recordó nuestras jornadas de familia numerosa: siempre subiendo, siempre sorteando curvas, siempre hallando espacio para cada cosa, cada necesidad, cada carácter tan distinto entre ustedes. Vi aquellas viviendas humildes que resisten el frío y el viento y pensé: así es también el amor de una madre, firme incluso en la inclemencia.

Cuando nos detuvimos frente al portón verdoso de los abuelos, sostenido por esas dos columnas tan seguras, los miré a todos ustedes y sentí lo mismo que cuando estaban pequeños y formaban una fila dispareja frente a mí: que mi tarea en este mundo había sido sostenerlos mientras aprendían a abrir sus propias puertas. Y a tu padre, a mi lado, lo sentí nuevamente compañero de batalla, de escuela y de ternura.

Entramos y aquel claro de césped me pareció un antiguo escenario donde yo podía verlos jugar otra vez. Vi a los más grandes, ustedes los varones mayores, corriendo como si el mundo fuera demasiado pequeño para tanta energía. Vi a los medianos tratando de imitarlos, tropezando pero riendo, y a las niñas —mis tres pequeñas delicadezas— observando primero, siempre prudentes, para luego unirse con ese equilibrio que solo ustedes tres tenían.

En la casa colonial, en el árbol lleno de orquídeas, en el gallinero cubierto de chayotes, todo parecía tener un eco de hogar. Y en la cochera amplia, donde se hacen tamales y se reúnen las voces, pude imaginar nuestras navidades: el alboroto, las preguntas simultáneas, las manos pequeñas metiéndose donde no debían; la música de su padre llenándolo todo como una bendición.

Cuando subimos por la escalerita hacia el este, me detuve un momento. Miré el bambú, los cipreses, los amapolones que delimitan el terreno y pensé en las cercas invisibles que uno pone en la vida: no para encerrar, sino para guiar. Yo quise criarlos así: con límites amorosos y con flores que crecieran alrededor de ellos.

En el zacate amplio vi a los de ustedes que siempre fueron libres, casi salvajes en su alegría. Más adelante, con los frutales que luchan contra el clima, recordé a quienes de ustedes debieron esforzarse más para encontrar su rumbo. Y cuando llegamos al bosque —ese templo secreto lleno de aves brillantes e insectos que trabajan sin descanso— pensé en su padre. Él estaba a mi lado, silencioso, escuchando el viento como quien escucha música antigua. Y comprendí que ustedes no solo heredaron de mí la paciencia: heredaron de él la sensibilidad, el gusto por lo que no se ve pero se siente.

El viento empezó a levantar un sonido prolongado, los bovinos mugieron lejos, las aves hicieron alboroto. Pero debajo de todo eso había una paz profunda, de esas que se reconocen con el corazón antes que con el pensamiento. Y en ese instante, los miré a todos, a mis diez hijos que son mi obra y mi alegría, y sentí que este lugar tenía algo en común con nosotros: que en medio del ruido, del viento, de las luchas y de las generaciones que se enciman una sobre otra… persisten el amor, la armonía y la esperanza.

Hijos míos, si alguna vez se sienten cansados, si alguna vez sienten que el mundo los supera, recuerden este paraje —aunque nunca hayan venido— porque aquí está escrito, en lenguaje de árboles y orquídeas, lo que toda madre desea para sus hijos:
que siempre encuentren un sitio donde el alma pueda descansar, donde el corazón vuelva a ser sencillo, donde la paz caiga sobre ustedes como una luz que no se apaga.

Y mientras el viento seguía cantando, tomé la mano de su padre y supe que, aunque el tiempo pase, aunque ustedes vuelen lejos, la familia —esta familia nuestra— sigue siendo el refugio más verdadero de todos".


 

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4. 

 Poema imaginario; de Rafael a Consuelo:

"Vos, que llevás en los ojos
el temblor claro del alba,
y en la voz, cuando sosiegas,
el silencio que descansa,
no sabés cuánta armonía
despertaste en mis guitarras.

Cuando el viento de la noche
tantas sombras levantaba,
tu paso, leve y sereno,
iba bordando esperanza;
y mi música —pobre música—
se volvía casi plegaria.

Si la vida fue tormenta,
fuiste vos quien la aplacara;
si fue duda, la certeza;
si fue silencio, la palabra.
Y yo, que busqué en los sonidos
un refugio para el alma,
lo hallé primero en tus manos,
y después, en tu mirada.

Hoy, cuando el tiempo nos junta
como quien cierra una balada,
si algo sabe el corazón
es que sin vos no cantara.
Porque mujer tan romántica
solo una vez se regala,
y el músico que la encuentra
ya no conoce distancia.

Por eso, si el mundo calla
o si la montaña habla,
si el bosque en su paz respira
o la brisa se levanta,
mi canción —la más sincera—
no la dicta voz humana:
nace contigo, Consuelo,
flor eterna en mi guitarra.


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Poema de Rafael a Consuelo,
con el piano como testigo
(al estilo de Bécquer)

Vos, que al roce de la tarde
llevás luz en la mirada,
y al rumor de tu silencio
hacés temblar las ventanas,
fuiste siempre la melodía
que mi música buscaba.

Cuando el piano, en la penumbra,
desplegaba sus nostalgias,
cruzabas por la sala
como un susurro que abraza;
y las teclas, con tu sombra,
se volvían casi palabras.

En las noches, cuando el mundo
parecía hacerse nada,
nuestros hijos —diez estrellas—
se acercaban sin llamarlas.
El piano abría sus brazos,
Vos sonreías, encantada,
y la casa, por un instante,
se convertía en mañana.

Que si la vida fue ardua,
fuiste vos quien la templara;
si hubo invierno, lo volviste
una música más clara.
Y yo, que en mis instrumentos
busqué siempre el alma humana,
la encontré toda en tus manos
y en el canto de tu gracia.

Hoy, que el tiempo nos reúne
como quien cierra una balada,
aún escucho, en cada nota,
tu presencia enamorada.
Porque hay amores que laten
mucho más allá del habla,
y el nuestro —bien lo sabés—
suena eterno en la distancia.

Y si el viento de estas montañas
a veces a Dios reclama,
si el bosque exhala su paz
o la noche se hace larga,
mi canción —la más profunda—
no la dicta voz humana:
nace del piano, Consuelo,
cuando tu espíritu pasa.
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5.

Carta imaginaria que pudo haber sido encontrada sobre el piano de Rafael, padre y músico, para sus diez hijos.

Hijos míos:

Dejo estas líneas sobre el piano porque este instrumento, más que cualquier otro, ha sido el testigo fiel de nuestra historia. Aquí, entre estas maderas que guardan ecos de tantas noches, quiero hablarles no solo de mí, sino del amor que sostuvo nuestra casa: el amor a su madre, Consuelo.

Ustedes saben bien que en cada melodía que toqué hubo siempre un centro cálido, un punto de luz que ordenaba mis notas. Ese centro era ella. Cuando la conocí, entendí por primera vez que la música no nacía solo de las manos, sino del alma, y que había almas capaces de inspirar acordes que uno nunca pensó tocar.

Este piano, sobre el que ahora dejo la carta, la vio cruzar la sala miles de veces: a veces apurada, a veces serena, a veces cansada por la vida y por ustedes —diez voluntades distintas— que pedían, corrían, discutían y reían. Sin embargo, bastaba que ella se detuviera un instante, que dejara su mano descansar sobre mi hombro, para que cualquier disonancia se resolviera en una paz inmediata.

Ustedes crecieron alrededor de este instrumento. Lo recuerdo: los mayores trepándose a la banqueta, los medianos intentando seguir una melodía inventada, las niñas acercándose con esa delicadeza que heredaron de ella. Y en cada uno de esos momentos su madre estaba allí, vigilante, amorosa, construyendo hogar con su sola presencia.

Quiero que lo sepan: si alguna vez la casa tuvo armonía, no fue mérito mío. Yo puse música; ella puso la vida.

Y ustedes —cada uno— fueron los acordes que ella supo unir con una ternura que no se aprende en ninguna escuela. Los sostuvo cuando aprendían a caminar, cuando tropezaban, cuando se aventuraban al mundo; los sostuvo también cuando yo, absorbido por mis partituras, no veía más allá de mis propias notas.

Por eso les escribo ahora, sobre este piano que nos reunió tantas veces: para que nunca olviden que lo que realmente los formó no fueron estas teclas, ni mis canciones, ni mis ensayos nocturnos.
Fue su madre.
Fue su paciencia, su fuerza silenciosa, su inteligencia, su amor incansable.

Si alguna vez sienten que la vida pierde ritmo, vuelvan a recordar este sonido: el del hogar cuando ella estaba. Cada sonrisa, cada consejo, cada gesto suyo era una melodía verdadera. Todo lo demás, incluso mis composiciones más queridas, no son sino acompañamiento.

Yo la amé —la amo— con la certeza simple de quien sabe que no le alcanzará la vida para agradecer lo que recibió.

Y quiero que ustedes, mis hijos, lleven ese conocimiento como un tesoro:
que hubo una mujer llamada Consuelo que hizo de ustedes su obra más perfecta,
y que este padre músico, que a veces hablaba más con notas que con palabras, vio en ella la razón de toda su música.

Cuando el piano vuelva a sonar —porque alguno de ustedes tocará, o alguno de sus hijos— recuerden que en cada nota hay algo de ella. Y que mientras su memoria viva entre ustedes, ninguna tristeza podrá desafinarles el corazón.

Con mi amor,
Su padre,
Rafael".

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