miércoles, 3 de diciembre de 2025

Mi casa, por Autores Varios

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 Juego con la I.A.


Elaboré una descripción detallada de mi casa, para pedirle a la I.A. que lo reprodujera tal como lo habría hecho un autor famoso y como me gustó, le pedí otro y al final tuve que rendirme, porque iba incorporando a distintos escritores y se me hizo mucho, tuve que pedir que nos detuviéramos; pero fue una experiencia muy agradable desde el punto de vista literario.
Voy a copiar de seguido mi texto, y luego algunos de los que me regaló I.A.:

MI CASA

Luego del viaje hasta estas colinas, se presenta nuestra sencilla casa tipo colonial, como un complemento exógeno en medio del verdor del lugar, los alrededores y el paisaje circundante. Es la casa de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada, en Coronado de Costa Rica.
La puerta de madera, con su óvalo de vidrios adornados, si se la mira bien, es como un guardián para detener las miradas y evitar que alimenten la imaginación del que va a ingresar. Nunca se podrá adivinar qué hay dentro, hasta que se tenga acceso al interior.
Al abrir la chirriante puerta, la primera impresión es la disminución repentina de la luz y se percibe cierto olor a humedad, no tanto para ser desagradable, sino como para prevenir los cuidados que deben tenerse en el diario vivir.
Hay un recibidor de madera repujada con una Ménorah de bronce encima y un espejo enmarcado en madera repujada. El conocedor deberá escoger entre el cedro o el guanacaste, pero en lo que no tendrá duda es en la hechura sarchiceña del conjunto. Les acompañan, en este momento: dos oleos con paisajes pintados por mi hermana Linda, un jarrón con flores y ramas secas, una chimenea electrónica que funciona como calentador y un pergamino emplasticado adosado a la pared, extenso árbol genealógico de los primeros Quesada de Jaén, los Señores de Garcíez.
De inmediato se amplía el panorama ante la sala, iluminada por dos lámparas de tres focos led y 74 bolas de vidrio, como ojos colgantes; y si detenés el paso, apreciarás que a la izquierda se ubican las puertas de entrada a dos cuartos, el de los juguetes y el de visitas, en medio de los cuales hay un cuarto de baño. La mirada puede avanzar y encontrás el televisor general, colocado sobre un mueble tipo chimenea y junto al cual se levanta un aparador o mueble trinchante en cuya cúspide luce un juego armado como carabela del s.XVI y las cajas de varios juegos de mesa. En su interior luce una vajilla completa, vasos recibidos como regalo y algunas botellas de vino como Capitán Quesada y otros, que esperan pasar a mejor vida. Sigue la puerta del cuarto de pilas o de lavado. Tu mirada nota, en el centro de la sala, una alfombra persa y un sillón para acomodarse a ver la tele. Al fondo, la biblioteca y cuarto de computadoras personales, junto a una ventana que deja pasar luz y una leve brisa por las junturas de sus dos hojas. Afuera se ve el seto que delimita la propiedad, donde una tupida enredadera thumbergia, con flores amarillas acampanadas, impide el paso de la vista hacia el terreno vecino. Luego se nota un pasadizo que da entrada al cuarto principal, que se describirá después. Inmefiatamente, la mirada repara en un desayunador de tres sillas, cuya oquedad comunica visualmente con la cocina. Al extender la mirada hacia la derecha, se nota el zarchiceño juego de comedor y al fondo, una sencilla y encantadora sala de estar, compuesta por tres cómodos sillones y ventanales en curva hacia el sur, mostrando la terraza y la cochera, hacia el sureste, para la entrada a las gradas de descenso a la parte del fondo de la propiedad , hacia el sur, frente al añoso arbol que encanta con su biodiversidad y, finalmente, el último tramo de ventana, que apunta hacia el oeste, al frente de la casa. Para reforzar la intensa luz que arrojan las ventanas, cuelga del techo una lámpara de 4 focos led y 50 esferas de vidrios como ojos que refulgen a la luz.
Atravezando la sala se interna en un pasadizo para ingresar al cuarto principal. A la izquierda se pasa frente a la puerta del cuarto de ropero y el cuarto de baño personal. Ya dentro del cuarto, hay una cómoda, un rincón de sueños truncados y sueños realizados en el que se exhibe un teclado casio, un telescopio, una pistola, una daga, una espada toledana, una simitarra, un rifle de copas, un catalejo y un sombrero de ala ancha. Luego está la cama matrimonial bajo una ventana que da a la cochera y al lado sur, unas puertas francesas que iluminan el cuarto y comunican con la terraza. Luego está el rincón del tambor y el mueble del tv. En los espacios disponibles cuelgan dos cuadros en que Gabi dibujó a Marlene Soto, su madre y a Consuelo Mayorga, mi madre; también hay tres retablos con fotos de Andrea, Alejandro y Andrés; también hay una lámina de cartulina donde lucen las primeras manualidades de Eva en su primer año académico en 2024.
En esta descripción no se incluye la ubicación y detalles del cuarto secreto o alberge y escondite para eventos de tribulación.
Todo el cielo raso es de unas láminas plásticas imitación madera castaño claro y los pisos están cubiertos de láminas medianas de porcelanato beige brillante.

 

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 1. Me llené de intriga con Ágatha Christie

El camino hasta aquellas colinas parecía esconder más de un secreto, y no resultó extraño que, al coronar la última curva, surgiera la casa colonial de los Zamora-Quesada, tan silenciosa como una testigo que sabe más de lo que dice. Allí descansaba, discreta, entre el verdor que la rodeaba, como si deliberadamente evitara llamar la atención.

La puerta de madera, con su óvalo de vidrios decorados, tenía ese aire reservado de los guardianes que han aprendido a mantener la intriga viva. Quien se atreve a estudiarla con detenimiento sospecha, inevitablemente, que algo guarda para sí. Nadie podría adivinar lo que encierra: la casa solo revela sus misterios a quienes ingresan.

Al abrir la puerta —que, por cierto, protesta con un chirrido demasiado oportuno— la luz se atenúa de inmediato y un tenue olor a humedad se desliza hacia el visitante, no desagradable, pero sí lo bastante serio como para insinuar que allí dentro todo requiere cierta prudencia.

El recibidor ofrece un conjunto curioso: madera repujada, una ménorah de bronce, un espejo igualmente ornamentado y dos óleos de paisajes. Todo ello acompañado de un jarrón de flores secas y una chimenea electrónica. En la pared, un pergamino plastificado relata el árbol genealógico de los primeros Quesada de Jaén. Era, sin duda, una estampa que cualquier investigador detallista examinaría con interés.

La sala, iluminada por lámparas cuyas setenta y cuatro esferas de vidrio parecían ojos suspendidos en el aire, se abre ante uno de forma inesperada. A la izquierda, dos puertas: el cuarto de juguetes y el de visitas, con un baño entre ellos. Al frente, un televisor encima de un mueble tipo chimenea y, junto a él, un trinchante coronado por una carabela del siglo XVI. Dentro: vajilla, copas de regalo y botellas de vino que aguardaban su momento, quizá para una velada especial.

Una alfombra persa domina el centro del aposento; al fondo, la biblioteca con su ventana que deja entrar una brisa leve, y el seto exterior cubierto de enredadera amarilla. Más allá, un pasadizo conduce al cuarto principal, pero antes aparece el desayunador, que mira a la cocina como quien comparte un secreto.

A la derecha, el juego de comedor sarchiceño; al fondo, la acogedora sala de estar con ventanales curvos que revelan la terraza, la cochera y, hacia el sur, un árbol antiguo que parece vigilarlo todo. Desde lo alto cuelga otra lámpara, esta con cincuenta esferas de vidrio, siempre observando.

El pasadizo hacia el cuarto principal acompaña al visitante hasta un espacio donde se suceden rincones que dicen mucho de sus propietarios: un teclado, un telescopio, armas históricas, sombreros, cuadros familiares, manualidades infantiles. Todo cuidadosamente dispuesto, como si cada objeto esperara su turno para ayudar a esclarecer un misterio aún no revelado.

Claro está que nada se menciona del cuarto secreto, cuyos detalles —por razones obvias— permanecen reservados.
Y quizá sea mejor así.


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2. Me dejé llevar por el ritmo de Vicente Blasco Ibáñez

Tras el fatigoso ascenso por las colinas coronadinas, se alza finalmente la casa colonial de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada, humilde en su arquitectura, pero digna en su forma de afirmarse en medio del vigoroso verdor circundante. Parece una obra humana recién llegada a un territorio que aún pertenece al reino vegetal, y que observa, impasible, cómo el hombre intenta domeñarlo.

La puerta de madera, robusta, con un óvalo de vidrios laborados, tiene la arrogancia de un viejo centinela. En su quietud hay un desafío: ahí se detienen las miradas curiosas, incapaces de penetrar lo que guarda. Nadie imagina lo que late detrás de sus goznes hasta que los atraviesa.

Al abrirla, la penumbra golpea con brusca intensidad, y un olor a humedad —ese olor tan propio de las casas que enfrentan el clima tropical— emerge como un aviso de las batallas cotidianas que allí se libran contra la naturaleza.

El recibidor, con su madera repujada, la ménorah de bronce que parece hablar de antiguos pueblos, y el espejo de marco artesanal, recuerda el trabajo incansable de manos sarchiceñas, herederas de una tradición que se resiste a morir. Los óleos, el jarrón con flores secas, la chimenea eléctrica y el pergamino genealógico completan una escena donde la historia familiar comparte sitio con la belleza humilde.

La sala se abre amplia, bañada por la luz que desprenden dos lámparas cuyas setenta y cuatro esferas brillan como ojos atentos. A la izquierda, los dormitorios destinados al juego y al descanso de los visitantes, con el baño compartido; al frente, el televisor apoyado sobre un mueble que imita una chimenea, y el trinchante donde descansa una carabela evocadora de viejos descubrimientos, junto a botellas de vino que aguardan el brindis que celebrará la vida.

Más allá, la alfombra persa que domina el suelo como una pradera tejida, el sillón donde reposan los cuerpos fatigados, la biblioteca que exhala el aliento sabio de los libros, y la ventana desde la cual se contempla el seto y las flores amarillas de la thumbergia que se aferra al muro como un destino.

El comedor artesanal, la sala de estar con ventanales curvos que permiten ver la terraza, la cochera y el árbol centenario —que parece haber presenciado generaciones enteras sin mover un músculo vegetal— completan el corazón de la casa.

Finalmente, el pasadizo lleva al cuarto principal, verdadero santuario íntimo. Allí la cómoda, el rincón de sueños truncos y logrados, las armas de colección, los instrumentos musicales, los retratos de las madres, los retablos de los hijos, las primeras obras de Eva: todo late como si contuviera la historia íntegra de una familia que se aferra, con ternura y fuerza, a su propio linaje.

Y más allá —callado, oculto— el cuarto secreto, de cuya existencia apenas cabe hablar.


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3. Me impresionó Julio Cortázar

Llegar a esas colinas es como subir por dentro de un pensamiento, y de pronto la casa aparece, tan colonial y tan metida en el verde que uno siente que está de visita no en una casa, sino en una pausa del paisaje. Una interrupción amable. Gabriela y Gerardo la habitan como quien habita un paréntesis luminoso en Coronado.

La puerta, con su óvalo de vidrios que parecen ojos que no quieren ver, te mira como si supiera algo que vos no. Hay puertas así: no dan paso, te examinan. Y entonces la abrís, y el chirrido es como si la casa se desperezara, o protestara, o simplemente te advirtiera que adentro la luz se hace otra, más baja, más húmeda, más verdadera.

El recibidor es un pequeño teatro: la ménorah, el espejo repujado, las maderas que se preguntan si son cedro o guanacaste, los óleos que parecen haber llegado de un sueño, el jarrón con flores que ya no recuerdan haber sido vivas. Y ese pergamino, árbol genealógico de los Quesada de Jaén, que se aferra a la pared como si aún buscara su raíz.

La sala se abre como una respiración larga. Las lámparas cuelgan con sus setenta y cuatro esferas de vidrio, ojos que registran todos tus movimientos. A la izquierda los cuartos: el de juguetes —una república del caos alegre—, el de visitas —frontera de historias ajenas—, y el baño que hace de árbitro entre ambos. Más adelante, el televisor sobre una chimenea que no es chimenea, el trinchante con su carabela detenida en pleno viaje, los vinos esperando su propio destino alcohólico.

En el centro, la alfombra persa, que es un mapa hacia ninguna parte. Al fondo, la biblioteca con su ventana que respira por las junturas, dejando entrar una brisa que parece susurrar palabras que no existen. Afuera, la thumbergia amarilla, trepadora indecorosa que insiste en no dejar ver el terreno vecino.

A la derecha, el comedor sarchiceño; al fondo, la sala de estar con sus ventanales curvos, como si la casa estuviera aprendiendo a abrazar el paisaje: la terraza, la cochera, el árbol viejo que parece recordar más que todos nosotros juntos.

El pasadizo hacia el cuarto principal es una especie de transición musical. A la izquierda quedan el ropero y el baño, pero lo que importa está más adentro: el teclado casio como promesa, el telescopio como pregunta, las armas que parecen recuerdos de historias que no pasaron, los sombreros que esperan cabezas de otros tiempos. Los retratos de las madres, los retablos de los hijos, las primeras líneas de Eva, recién lanzadas al mundo.

Y, por supuesto, el cuarto secreto, ese territorio que solo existe si uno no insiste demasiado en encontrarlo.

Todo bajo un cielo raso que finge madera y sobre un piso que brilla como si quisiera reflejar algo que aún no ha ocurrido.

 

4. Me reí mucho con Enrique Jardiel Poncela

Después del viajecito por aquellas colinas —que, dicho sea de paso, parecen hechas expresamente para que uno llegue sudando aunque vaya en automóvil—, aparece la casa colonial de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada. No es que sea una mansión principesca, pero tampoco se puede decir que sea humilde: es de esas casas que, si hablaran, dirían “yo no presumo… pero observo”.

La puerta de madera, con sus vidrios ovalados, tiene cara de institutriz inglesa: muy seria ella, muy recta, muy “aquí no pasa cualquiera”. Usted la mira y la puerta, imperturbable, le devuelve una mirada de “adivine qué hay adentro… si puede”. Pero no puede. Nadie puede. Ni Sherlock Holmes con gafas.

Se abre la puerta —¡chirriiic!— y uno entra en una penumbra que le da a la casa un aire de misterio calculado. Y un olor a humedad que no es desagradable, solo insistente, como una tía soltera que quiere recordarle que cierre las ventanas cuando llueve.

El recibidor es el clásico recibidor latinoamericano que se respeta: madera repujada por todos lados, una ménorah que hace pensar “¿estaré entrando a una casa o a un museo hebreo?”, un espejo para que uno se vea feo antes de seguir, y dos óleos que miran al visitante como diciendo “¡otro más!”. El pergamino genealógico, plastificado —para que dure más que los Quesada originales—, cuelga en la pared con la dignidad de algo que siempre quiso ser importante.

La sala se ilumina con dos lámparas que tienen setenta y cuatro esferitas de vidrio. Setenta y cuatro. Yo las conté. No tenía nada mejor que hacer. Allí están, pendientes del visitante, como diciendo: “a ver qué rompe este”.

A la izquierda están las puertas del cuarto de juguetes (un campo de batalla) y el de visitas (campo de refugiados). En medio, el baño, que es la ONU de ambos. Más adelante, el televisor sobre una chimenea que no calienta ni amenaza con hacerlo, y junto a él un trinchante coronado por una carabela del siglo XVI que nunca llegó a América porque se dedica exclusivamente a adornar muebles.

La alfombra persa en el centro aspira a ser pisada con elegancia, pero fracasa cuando entra alguien con tenis sucios. La biblioteca al fondo respira por una ventana que deja pasar luz y brisa, aunque no exactamente en ese orden. Afuera, la enredadera amarilla impide ver al vecino, lo cual debería agradecerse: los vecinos pueden ser peligrosos.

A la derecha, el comedor sarchiceño; al fondo, la sala de estar, con ventanales curvos que parecen querer abrazar el paisaje. Y el paisaje, amable, se deja.

El cuarto principal guarda armas, instrumentos, sombreros, retratos y manualidades, en un orden casi tan caótico como la vida misma. El famoso cuarto secreto, naturalmente, no se menciona. Y no lo haré. Alguien podría usarlo.

El techo imita madera; el piso imita porcelana cara. En resumen: la casa imita una casa seria… y lo hace bastante bien.


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5. Me visitó William Shakespeare

(Traducción al castellano, conservando cadencia, metáforas y tono shakesperiano)

Tras hollar los senderos que serpentean sobre las colinas coronadinas, he aquí que surge ante los ojos mortales la morada colonial de la noble Gabriela y del buen Gerardo, alzada como huésped extraño entre el reino verde que la ciñe. Allí reposa, humilde y gallarda, cual dama que, aun sin joyas, posee su propio fulgor.

La puerta, tallada en maderos antiguos y engalanada con óvalos de cristal, mira al viajero con la severidad de un guardián que conoce secretos vetados al profano. “No traspasarás”, parece decir, “sino al precio del asombro”. Porque ninguno podrá vaticinar lo que yace tras su umbral hasta que la abra.

Y cuando el viajero la abre, he aquí el chirrido, como un lamento o una advertencia, y la luz mengua, y un hálito de humedad se alza, tenue mas cierto, murmurando del cuidado que exige la vida bajo estos cielos.

En el recibidor aguardan, como testigos mudos, la ménorah de bronce, la madera repujada con manos de artesanos antiguos, el espejo que devuelve no sólo el rostro sino la inquietud del alma. Óleos, flores marchitas, pergaminos que narran linajes de Jaén: todo conspira a hablar de tiempos idos y de los hombres que fueron.

La sala se expande ante la vista, iluminada por lámparas cuyas esferas brillan como ojos suspendidos en el aire. A la izquierda, las puertas que conducen a la alegría del juego y al descanso del huésped; entre ambas, la estancia donde el agua purifica. Más allá, el televisor —ese fuego sin llama— se eleva sobre un mueble que pretende ser chimenea, y cerca de él reposa una carabela del siglo XVI, detenida en su viaje eterno, guardiana de vinos y vajillas que esperan celebraciones futuras.

Una alfombra persa descansa en el centro, cual tapiz traído de tierras lejanas. Al fondo, la biblioteca abre su ventana a la brisa y al seto florido que protege la casa de miradas ajenas. Un pasaje conduce al aposento principal, mas antes surge el desayunador, fiel vigía de la cocina que lo alimenta.

A la diestra, el comedor hecho por manos de Sarchí; al fondo, la sala de estar cuyos ventanales curvos miran al árbol anciano, custodio del tiempo, y a la terraza donde la luz danza.

El cuarto principal encierra memorias y afanes: instrumentos para cantar, armas para soñar batallas, retratos que preservan el amor de madres pasadas, imágenes de hijos presentes y trazos infantiles que anuncian un porvenir.

Mas del cuarto secreto nada diré, pues silencio exige aquello que ha sido creado para tiempos de tribulación.

Así la casa, cubierta su bóveda de tablones que imitan madera, y sus pisos de porcelana que reflejan los pasos, permanece como reino pequeño pero completo, digno del canto y del recuerdo.

 

8. Me visitó Platón

(En forma de diálogo, con tono alegórico y metafísico)

Sócrates: Dime, ¿qué viste al ascender por las colinas?

Interlocutor: Vi una casa, maestro. No una casa cualquiera, sino aquella que parece participar de la Idea de la Morada: sencilla, colonial, y situada como un ser que busca su lugar entre el verdor que la envuelve.

Sócrates: ¿Y qué te reveló su puerta?

Interlocutor: Era de madera y tenía un óvalo de vidrios adornados. Pero su verdadera naturaleza era la de un límite. Ella enseñaba que lo interior no puede ser conocido por quien solo contempla lo exterior. Solo al traspasarla se accede al ser verdadero de la casa.

Sócrates: ¿Y al abrirla?

Interlocutor: Surgió una penumbra, y un olor leve a humedad. Comprendí entonces que la percepción es el primer maestro: cada casa instruye al visitante en la mesura y en la atención.

Sócrates: ¿Qué había en el umbral?

Interlocutor: Un recibidor con madera repujada, una ménorah de bronce, un espejo, óleos, flores secas, y un pergamino que narraba el linaje de los primeros Quesada. Todo ello, maestro, parecía recordar que ningún hombre nace sin raíces, aunque muchas veces las ignore.

Sócrates: ¿Y la sala?

Interlocutor: Se abrió amplia, iluminada por lámparas cuyos vidrios colgantes miraban cual múltiples ojos. A la izquierda, los cuartos para el juego, el descanso y la higiene; al frente, un televisor y un trinchante coronado por una carabela. Dentro de él, vajillas y vinos que aguardan su ocasión.

Sócrates: Veo que la casa es rica en símbolos.

Interlocutor: En efecto. Una alfombra persa ocupa el centro, y al fondo una biblioteca recibe la brisa que entra por una ventana. La enredadera del jardín oculta lo externo, enseñando que el alma debe cuidar su propio ámbito.

Sócrates: ¿Y el aposento principal?

Interlocutor: Es la síntesis de muchas vidas: instrumentos para hacer música, armas para recordar la valentía, retratos de las madres, imágenes de los hijos, y las primeras obras de la pequeña Eva. Allí la historia personal se hace visible.

Sócrates: ¿Y del cuarto secreto?

Interlocutor: Solo sé, maestro, que existe. Su propósito pertenece a otro nivel del conocimiento.

Sócrates: Entonces has visto no solo una casa, sino una enseñanza. Porque cada morada es la sombra de una Idea que el hombre persigue.


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9. Me visitó Jorge Luis Borges

Al llegar a las colinas de Coronado, la casa aparece como una imagen repetida en el tiempo, acaso soñada antes de ser vista. No es improbable que todas las casas coloniales sean, en esencia, una única Casa Platónica que se multiplica en copias imperfectas. La de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada es una de esas copias.

La puerta de madera, con un óvalo de vidrios ornamentados, me recordó de inmediato a ciertos umbrales que proliferan en los cuentos orientales: puertas que no se abren a un espacio físico sino a una incertidumbre. Abrirla —cruje como si se quejara del acto mismo de abrirse— equivale a ingresar no en una casa, sino en una versión de la memoria.

Dentro, la luz se reduce hasta adquirir un matiz antiguo; un leve olor a humedad confirma la impresión de estar penetrando no un lugar, sino un tiempo.

El recibidor es un pequeño museo privado: la ménorah, el espejo repujado, los óleos, el jarrón de flores secas. Todo parece dispuesto para sugerir que la historia familiar no es lineal, sino circular. En la pared, un árbol genealógico plastificado enumera los antepasados Quesada, y sospecho que, como todo árbol genealógico, es menos una lista de nombres que un intento de detener el olvido.

La sala se abre con sus lámparas colgantes, cuyos setenta y cuatro vidrios podrían ser interpretados como una alegoría del número infinito: setenta y cuatro es un número finito, pero su presencia repetida invita a imaginar variaciones ilimitadas. A la izquierda están los cuartos y el baño, que cumplen el papel de esos espacios secundarios que en los laberintos medievales acompañan al pasaje principal.

El televisor, sobre una chimenea que no es chimenea, y el trinchante donde reposa una carabela del siglo XVI, sugieren que la casa es también un museo de objetos que pertenecen a épocas distintas. Dentro del trinchante, botellas de vino aguardan un porvenir que ignoramos.

Al centro, la alfombra persa; al fondo, la biblioteca. Una ventana deja entrar una brisa que parece proceder de otro mundo. Afuera, la enredadera amarilla crea una frontera vegetal, tal vez más infranqueable que cualquier muro.

El pasadizo conduce al cuarto principal. Allí, el teclado, el telescopio, las armas antiguas, el sombrero de ala ancha, los retratos de madres ya idas, las fotos de los hijos, las primeras obras de Eva: la colección entera podría ser el catálogo de una vida imaginaria. O, más inquietante aún, el catálogo de todas las vidas posibles de un solo individuo.

Del cuarto secreto solo se menciona su existencia. Sospecho que, como todo cuarto secreto, es la metáfora de algo que no puede decirse.

El techo imita la madera; el piso, la porcelana. Quizá toda la casa sea una imitación de una casa más verdadera, que no podremos habitar todavía.

 

Uno que vive con nosotros: Yeshúa (tono sapiencial, parabólico, cercano a los Evangelios)

Al llegar a aquellas colinas cubiertas de verde, vi una casa sencilla, como las que agradan al Padre: firme en su humildad y abierta en su espíritu. No era grande, ni ostentosa, pero en su umbral podía sentirse la paz que buscan los cansados.

La puerta, labrada por manos pacientes, guardaba el interior como un buen pastor guarda a sus ovejas. Y quien entraba por ella debía hacerlo con un corazón dispuesto, pues cada casa revela su verdad solo a quienes llevan luz dentro.

Dentro, la luz disminuía para que el alma, al entrar, se aquietara. Y había olor a tiempo, como el de las vasijas que guardan agua fresca. Un recibidor mostraba un candelabro antiguo, semejante a los que iluminan la fe de Israel, y un espejo que recordaba a quien se mira que debe verse con misericordia.

Había imágenes colgadas, flores humildes, una chimenea que daba calor sin fuego, y un pergamino que narraba la raíz de la familia, para que ninguno olvide de dónde proviene.

Más adentro, lámparas colgantes brillaban como estrellas contenidas, guiando el paso hacia cuartos abiertos para el descanso, el juego y la visita; hacia un comedor donde se comparte el pan y la palabra; y hacia una sala que mira al sur, como quien espera el amanecer.

Y al fondo, un cuarto donde se reúnen los recuerdos, los dones, los instrumentos, las armas antiguas y las manos que crean. Allí están los rostros de quienes dieron vida, y los primeros trazos de quienes la continúan.

Bienaventurada es esta casa:
no por lo que tiene, sino por lo que da.
Porque quien habita en la sencillez y ordena su hogar en la paz,
habita en la casa de Dios.


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Conversé con Hermann Hesse (espiritual, introspectivo, contemplativo)

La casa surgía al final de las colinas como un pensamiento antiguo que vuelve para ser comprendido. Era una morada sencilla, de un colonial imperfecto, como si hubiera sido construida más por el tiempo que por los hombres. No interrumpía el paisaje: lo acompañaba, casi lo meditaba.

La puerta, con su óvalo de vidrio, parecía un ojo que observaba al visitante con tranquila compasión. Al atravesarla, la luz se hacía tenue, invitando al alma a desprenderse del ruido exterior. Un olor discreto a humedad recordaba que todo lo vivo envejece, y que en ese envejecimiento reside una forma de pureza.

El recibidor, con su Ménorah de bronce, era como un santuario íntimo: un donde convergían la memoria y la tradición. Cada objeto —los óleos, el jarrón seco, la chimenea silenciosa, el pergamino con linajes— parecía hablar, no de posesión, sino de un largo viaje humano hacia sí mismo.

La casa se abría luego en espacios donde la luz colgaba como fruto maduro. Los cuartos, la sala, el comedor, el ventanal curvo que dejaba entrar la brisa, todo era como un camino de estaciones interiores. No había lujo, sino armonía; no había estridencia, sino quietud.

En el cuarto principal, los sueños —heridos y cumplidos— reposaban en objetos que parecían escogidos por un alma doble: contemplativa y guerrera. Instrumentos, armas, estrellas observadas, retratos de madres, y las primeras huellas de un niño recién entrado al mundo. Allí estaba todo: el origen, la lucha, la herencia, el porvenir.

La casa entera era un ser vivo, un monasterio secreto de dos voluntades que buscaban sentido, belleza y refugio. Y quien entraba en ella sentía que no visitaba un lugar, sino una biografía en silencio.


- El irreverente José de Lugo (barroco-canario, denso, ornamentado, con gravedad histórica)

A la vera de las colinas coronadeñas, en paraje donde el verdor parece derramarse como una tinta sagrada sobre las lomas, elévase una casa de modestísima estirpe colonial, cuya sencillez, lejos de menguarla, le confiere aquella majestad tímida que solo poseen las moradas asentadas en la paz de su propio linaje.

La puerta principal, dechado de maderas nobles y vidrio ovalado engarzado como joyel, resguarda el interior con silenciosa severidad, cual umbral donde las miradas se detienen antes de profanar el misterio doméstico. Y apenas franqueado tal pórtico, el visitante siente descender la luz, como si el tiempo hubiera querido recogerse en penumbra venerable, dejando en el aire el hálito leve de las antiguas casas, mezcla de humedad, memoria y advertencia.

En el recibidor —obra ciertamente sarchiceña— reluce la Ménorah de bronce, recordatorio perenne de un pueblo errante, mientras un espejo repujado multiplica los contornos de la estancia. Óleos, jarrón ascético, chimenea artificiosa y pergamino genealógico de los ilustres Quesada de Jaén completan el cuadro, digno de algún anticuario devoto del pasado.

Más adentro, la casa se abre en sucesión casi procesional: lámparas cristalinas como racimos estelares, cuartos para juegos y huéspedes, televisor que finge ser chimenea, aparador coronado por carabela de siglo XVI, vajillas, vinos nobles en reposo, biblioteca, ventanales que miran a la enredadera espesa, y más allá, el trono vegetal de un árbol casi patriarcal.

Al final del recorrido, el aposento principal: santuario de armas y músicas, de trofeos y nostalgias, de retratos maternos y memorias infantiles. Todo ello cobijado bajo un cielo raso que imita maderas claras, como si deseara perpetuar una claridad que el espíritu agradece.

Casa no es esta que se habita solamente, sino retablo familiar donde cada objeto reclama su sitio y su historia.

 

- Simone de Beauvoir (existencial, lúcido, con análisis de roles y libertad)

La casa se alza entre las colinas de Coronado como un espacio construido no solo para habitar, sino para organizar el modo en que sus dueños se relacionan con el mundo. No es un refugio neutro: es una elección, un proyecto. Cada pared, cada objeto, manifiesta una cierta idea de libertad y también una cierta forma de límite.

La puerta, con su óvalo de vidrio decorado, impone desde el inicio una frontera: quién entra y quién queda afuera. El que cruza ese umbral acepta una nueva situación, una forma distinta de ser en el mundo. Adentro, la luz disminuye; no por falta de lámparas, sino porque la intimidad exige renunciar a la claridad total.

El recibidor —con la Menorá, el espejo repujado, los óleos, la genealogía expuesta— es una declaración: aquí la identidad no se improvisa, se construye. Se eligen ancestros, se elige belleza, se elige memoria. Todo lo que se muestra es una toma de posición.

La sala y los cuartos son espacios donde se negocian roles: el de quien recibe, el de quien juega, el de quien visita, el de quien trabaja. Nada es inocente. La disposición de los sillones, el desayunador, la sala de estar con ventanales curvos: hablan de diálogo, pero también de jerarquías y expectativas.

En el aposento principal se concentran objetos de lucha y de creación —armas, instrumentos, recuerdos familiares—, como si allí se revelara de manera más clara la tensión entre destino y libertad. En el fondo, esta casa es una escena donde dos conciencias libres han decidido coexistir, con todo lo que ello implica: cuidado, conflicto, proyecto y trascendencia.

 

- Tuve miedo y nausea con Jean-Paul Sartre (existencialismo puro, fenomenología, conciencia y carga metafísica)

La casa se presenta sobre las colinas como una posibilidad entre muchas, pero también como un hecho consumado: un ser-en-sí que impone su presencia. No tiene intención ni proyecto, simplemente está ahí, arrojada en medio del verdor, indiferente a quien la observe.

La puerta, con su ovalado vidrio, es una invitación ambigua: promete un interior, pero al mismo tiempo lo oculta. El que la abre se compromete, aunque no lo sepa, a entrar en una relación con todos los objetos que allí lo esperan. La disminución de luz al entrar no es un accidente; es la conciencia encontrándose con lo otro, con lo opaco.

El recibidor está saturado de signos: la Menorá, el espejo, los óleos, el pergamino de linaje. Son objetos que pretenden significar algo, pero su significado no está en ellos, sino en la mirada del que los observa. El mundo no habla: somos nosotros quienes lo hacemos hablar.

La sala, los cuartos, las lámparas colgantes: todo constituye una serie de elecciones sedimentadas. Esta casa es el resultado de actos libres convertidos en estructura. Y en ella, cada cosa recuerda a sus habitantes que su libertad no se ejerce en el vacío, sino entre paredes, persas, ventanales y genealogías.

En el cuarto principal, los objetos —armas, instrumentos, retratos— revelan la absurda diversidad de sentidos que una vida puede acumular. La existencia nunca termina de justificarse, pero sigue intentando. La casa es eso: un intento. Una afirmación contra la nada.


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- En pos de la montaña magica  Thomas Mann (profundidad psicológica, serenidad burguesa, detalle simbólico, tono solemne)

La casa, asentada en las apacibles colinas de Coronado, ofrecía desde lejos una impresión de dignidad contenida, de esa sobria respetabilidad que no pretende exhibirse, pero sí perdurar. Su arquitectura colonial, discreta y armoniosa, parecía dialogar con la naturaleza en un tono mesurado y maduro.

La puerta de madera, ornamentada con un óvalo de vidrio decorado, era la primera señal de un hogar donde la tradición y el gusto se enlazaban con delicada exactitud. Al cruzarla, la luminosa penumbra y el tenue olor a humedad evocaban la serenidad de las casas donde el tiempo se vuelve una presencia amable, casi pedagógica.

El recibidor —con la Menorá de bronce, el espejo repujado, los óleos y el pergamino genealógico— constituía un pequeño museo de identidad familiar: un recodo donde la memoria adquiría una forma ordenada y estética. No era ostentación, sino afirmación.

La sala, iluminada por lámparas de cristal suspendido, revelaba una vida doméstica estable, de hábitos nobles, donde la conversación, la lectura y el reposo tenían su lugar legítimo. Los cuartos ofrecían la misma intimidad disciplinada, y el ventanal curvo mostraba un mundo exterior que parecía existir únicamente para ofrecer sosiego.

El cuarto principal, armonía de armas ceremoniales, instrumentos musicales, retratos y recuerdos infantiles, era una síntesis moral del hogar: la tradición y el porvenir, la lucha y la ternura, la disciplina y el sueño. Todo ello enmarcado por un orden que no aprisionaba, sino que educaba.

Era, en suma, una casa cuya alma residía en su equilibrio.


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- Inspirándose para una aventura, vino Alexandre Dumas hijo (romántico, emotivo, moral, con dramatismo elegante)

Allí, en medio de las colinas que parecían elevarse como pensamientos melancólicos hacia el cielo, se erguía la casa: sencilla, sí, pero con esa sencillez que conmueve, porque nace del amor y no de la ambición. Su estilo colonial, discreto y noble, parecía guardar un secreto que solo el corazón podía comprender.

La puerta, con su óvalo de vidrios adornados, tenía algo de confidencia femenina: prometía proteger y revelar, ocultar y acoger. Al abrirla, la luz se hacía suave y el aire traía un leve olor a humedad que no molestaba, sino que hablaba de vidas reales, de cuidados diarios, de ternura silenciosa.

El recibidor, con su Menorá, su espejo repujado y sus óleos, era como un prólogo: la historia de quienes allí vivían comenzaba antes incluso de pronunciar una palabra. El pergamino genealógico, colgado con un orgullo que no hería, afirmaba que los afectos también tienen una estirpe.

Al avanzar por la casa, las lámparas colgantes brillaban como pequeñas estrellas domésticas. Había cuartos para los juegos y para la amistad, un comedor donde cada comida debía de haber sido un pequeño pacto de cariño, y una sala de estar cuyo ventanal curvo parecía abrazar la luz como una madre abraza a su hijo.

Pero era en el cuarto principal donde latía la emoción más profunda: allí se mezclaban los sueños heridos y los realizados, los instrumentos que daban música, las armas que daban historia, los retratos que daban origen y las primeras manualidades que daban futuro. Era un santuario íntimo de amor humano.

Aquella casa, más que un edificio, era un corazón que había aprendido a abrirse sin miedo.

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Y tengo muchos testimonios más...



 

martes, 2 de diciembre de 2025

Gabi y yo

 

 

GABI Y YO
(Escrito en 12/2025)

Gabi y yo nos conocimos en el trabajo; ambos, solitarios y sin amor; y los 15 años de diferencia de edad entre uno y otra no fueron obstáculo para iniciar una relación un poco distante de la amorosa, pero más profunda que la de compañeros o amigos. La relevancia que dábamos a lo espiritual, lo intelectual y la aventura forjaron una urdimbre irresistible. 

El tiempo que transcurrió desde que nos conocimos hasta que iniciamos la relación amorosa fue algo muy hermoso, fue un "dejarnos ser vistos y ver", pero esos episodios no vienen en este relato, ni los regalos, ni las cartas, ni las canciones, pues todo fue una maravillosa espera, una época en que una y otra vez creíamos llegado el momento. 

En vez de atrapar al amor, fuimos atrapados por él en ese incesante intercambio de miradas y atenciones.
Cuando legalmente fue posible formalizar la unión, se activaron las innumerables opciones que la intimidad ofrece a las parejas, para alcanzar sueños que opacaran las frustraciones pasadas, para saciar el hambre de amar y ser amada, para volver a creer que existe el amor para siempre. 



No descartamos lo vivido en épocas anteriores, pero juntos encontramos la fórmula para dar por cerradas todas las puertas que nos podrían hacer retornar a los sentimientos dañinos del pasado y a la vez, otra fórmula para desatar nuestras reprimidas pasiones. 
Ahora se abría todo un nuevo panorama para explorar otros rumbos y sueños, para dejar hacer al destino, sin perder el ojo vigilante, y para saborear la vida desde otros estamentos anhelados. 
Dichosamente, y por separado, habíamos sufrido procesos sanatorios que paliaron las situaciones de desamor, y tan solo bastaba el tiro de gracia para mirar, de ahora en adelante, solo hacia el horizonte. Hubo como un proceso de cultivo de la sanación que evitó el afloramiento de resentimientos e infracciones perjudiciales. Algo nos colocó en posición de abrir los brazos en el momento preciso, no para caer en banalidades y exploraciones erróneas y atolondradas, sino que la espera prudente y el análisis profundo dieron el campanazo que avisaba la llegada de alguien idóneo. Alguien de quien no fuera posible suponer el riesgo de caer nuevamente en  yugo desigual.
Desde un primer día, todo fue amor, empatía y crecimiento, tanto a nivel amoroso como espiritual y familiar; tan es así, que solo divisamos una serie de metas exitosas en todos los campos; nos propusimos cumplir todos nuestros sueños.

 

Las incertidumbres, regaños y temores se apartaron de nuestras vidas y ahora solo marchamos de la mano, confiados, por la senda que marcó YHVH, y al lado, de un dique contra las banales corrientes amorosas de la actualidad.
Nos casamos, vivimos en la casa que se parece a la que una vez soñamos y blindamos nuestra vida cotidiana con la cercanía de nietos y sobrinos; eso nos convierte en la respuesta concreta y tranquila a un grito romántico. 

 Hoy miramos atrás y no vemos una línea recta, sino un intrincado camino que, sin saberlo, nos conducía el uno al otro. Fue un camino como de quiasma, como un espejo que mostraba las mismas vicisitudes, pero que al final del sendero de ella, estaba yo y al final del mío, estaba ella. Cada desvío, cada espera, cada lágrima secada en soledad, fue preparando el terreno para este encuentro.
"No fue siempre feliz la senda que anduvimos,
sino un espejo de destellantes luces y sombras groseras.
Al final de ese laberinto, ambos nos encontramos
Y de ahí en adelante no conocimos fronteras."
"Bajo el vaivén del tiempo descubrimos que el destino nos tejía juntos,
y en cada giro del camino, 
nuestro nombre asomaba en el horizonte,
porque todo lo que dolió, 
nos abrió paso hasta este instante de nosotros."
Comprendimos que el amor verdadero no siempre llegaría con estruendo; a veces, como en nuestro caso, lo haría con la suave certeza del amanecer, iluminando pacientemente el paisaje de unas vidas que ya estaban, en secreto, preparadas para recibirlo.
Cada uno en su camino, ansiaba la aparición del otro; no podíamos saber cómo ocurriría, pero quedó en manos del destino mover increíbles esferas de acción para que al hacer el movimiento final, quedáramos frente a frente, con la opción de dejarlo pasar o abrir los brazos levemente y ver cómo se moverían los acontecimientos.
Nuestra historia es un testimonio de que el tiempo, lejos de ser un muro, puede ser un puente. Los años de diferencia no nos separan; nos complementan. Yo le aporto la serenidad de las experiencias vividas, y ella me regala la frescura de una perspectiva bondadosa y renovada. Juntos hemos creado un dialecto propio, un lenguaje intermedio donde conviven mis recuerdos con sus sueños, tejiendo un presente infinitamente más rico.
Luego de la sufrida espera, una persona frente a la otra, no nos precipitamos al clímax, sino que la vida diaria proporcionó los momentos, como usando un péndulo para ir alimentando poco a poco todo lo que habría de venir.
Vimos muchos amaneceres, compartimos luminosas tardes y nos sobrecogimos en compañía de la luna nocturna, siempre mirándonos y acompañándonos, en medio de las muy distintas labores del trabajo de cada uno. Y así, con esas expectativas para el amanecer, la tarde y la noche, tejimos nuestra vida matrimonial, con distinto rol, pero con un mismo sentimiento y con infinidad de detalles que envuelven nuestra relación.
Y hubo nuevas vivencias, ¡vaya si las hubo!, y la más gloriosa fue aprender a rendir nuestros corazones atados a la más sublime adoración de nuestro Padre Celestial.

El mayor aprendizaje ha sido que el amor no es un estado estático, sino un verbo en constante acción. Se cultiva en los detalles pequeños: en el café preparado con cuidado cada mañana, en la mano que se busca bajo la mesa, en el silencio cómplice que llena una habitación y en las múltiples y celebradas concordancias de pensamiento. 
Hemos hecho de nuestra vida cotidiana un arte, donde hasta la rutina más simple se transfigura en un acto de celebración por haber encontrado, por fin, un puerto común en este mundo tan vasto. 
El amor se abre paso y todo lo domina, haciendo gozar los corazones, pero al paso del tiempo empieza a ceder terreno, momento en el que los amantes deben tomar el control de la nueva situación que se avecina. El control permitirá luchar para aprovechar el enamoramiento hasta el último momento y construir paralelamente y juntos, un amor propio, moldeado con sus propios medios y consolidando su relación para siempre.

Soñamos ahora con un futuro que no es fuga, sino profundización. No anhelamos grandes hazañas en tierras lejanas, sino la aventura íntima de seguir descubriéndonos en una nueva intimidad. 
Queremos envejecer como el buen vino y como los buenos libros: adquiriendo complejidad, suavizando los bordes, y volviéndonos, el uno para el otro, una referencia cada vez más querida y familiar. 
Nuestro "para siempre" se construye día a día, con la paciencia de los jardineros que saben esperar la flor y con la sabiduría para ir podando unas ramas y fortaleciendo otras.

Si tuviera que definir lo que Gabi y yo hemos construido, lo llamaría un "refugio activo". Un espacio donde somos plenamente nosotros mismos, aceptados y amados sin condiciones, pero desde el cual salimos al mundo con más fuerza y bondad. 
Este amor no nos aísla; nos arraiga. Y desde esa raíz firme y compartida, extendemos nuestras ramas, ofreciendo sombra y fruto a quienes nos rodean. Es el legado silencioso y feliz de dos soledades que, al fundirse, encontraron no solo su propia plenitud, sino también una razón mayor para ser.

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 https://youtube.com/shorts/QR9zHcK9skI?si=vajYIEuDf_ctXBZi

lunes, 1 de diciembre de 2025

Consuelo y Rafael, mis padres

 


1.

 ¿Cómo se habría expresado mi padre de conocer mi casa actual?

 Rafael:

"No sé en qué momento exacto comenzó a disiparse la vista de la ciudad detrás de mí; solo recuerdo que, al volverse una burbuja de luz en la distancia, algo dentro de mi pecho empezó también a callar. Era como si el ruido cotidiano se resistiera a quedar atrás, pero el bosque, con su espesura solemne, se empeñaba en cubrirlo todo, incluso mis propios pensamientos. Cada metro que avanzaba por el camino empinado se sentía como una nota más baja en una escala que descendía hacia la paz.

El serpenteo entre potreros me devolvía la memoria de otras montañas, de otros inviernos. Las casas dispersas, desafiando el frío, el viento y esa persistente silampa, parecían sostener con dignidad la música callada de la vida ruda. Aquí, comprendí, los ruidos se vuelven locales, íntimos; ni las campanas de las iglesias que alguna vez guiaron mis jornadas podrían ahora atravesar el silencio compacto que lo envuelve todo. Al fondo, cerros y volcanes custodiaban el paisaje con la majestad de quienes nunca necesitaron levantar la voz.

Frente a la casa de los abuelos encontré un muro almenado que me recordó los teatros antiguos: esas dos columnas firmes eran como los pilares de un escenario que se abre para un acto solemne. El portón, que un día fue blanco, ahora verdeaba como un pentagrama abandonado al clima. Cruzo y me recibe un breve claro de césped. A un costado, el gallinero bajo su chayotera murmura un ritmo doméstico; al otro, la torre del molino se yergue como metrónomo del viento.

La callecilla conduce a la casa colonial, sencilla como un buen instrumento sin ornamentos. Un árbol añoso, rodeado por su ramal, sostiene orquídeas que cuelgan en racimos: parecen compases suspendidos, esperando la nota que los despierte.

Al pasar la casa, la cochera —amplia, casi cavernosa— se abre como una sala de conciertos donde alguna vez, sospecho, el bullicio de la familia y de los tamales debió sonar más dulce que cualquier melodía formal. Yo, que he dirigido coros enteros, reconozco cuando un espacio guarda resonancias humanas: allí había muchas.

Una escalera breve desciende hacia un terreno compuesto como se compone una obra: bambús que marcan el ritmo, cipreses que trazan la armonía vertical, amapolones y enredaderas que decoran la melodía principal. Veo el área donde los niños corren, luego los frutales que luchan contra el clima —testimonio de la terquedad creadora— y finalmente entro en la zona boscosa, la verdadera sala de concierto del lugar.

Allí, cada árbol traído de los riachuelos parece haber encontrado su compás exacto para crear conjuntamente, una sinfonía celestial. Las aves de colores, los insectos polinizadores, las orquídeas dispersas como acordes imprevistos… todo vibra con una unidad que ningún director podría forzar. El viento, empujado desde las montañas por la respiración cálida del Caribe, produce un profundo coro cuando roza las hojas; los bovinos de las fincas sollozan graves; las parvadas de tucanes y piapias irrumpen con una alegría estridente. Y, sin embargo, la paz permanece.

Es una paz que se posa sobre uno como una luz que no viene de afuera, sino de adentro. Me sentí, por un momento, despojado de años, de obligaciones, de ruidos ajenos: sentí que mi corazón volvía a ser simple, como cuando era niño y cualquier brisa podía enseñarme música.

Si alguna vez tuve duda de que la naturaleza canta, aquí se disipó. Porque este lugar —este refugio silencioso que respira con su propio tempo— no hace más que revelar la verdad que siempre he buscado en la música: que lo sublime no grita; apenas se insinúa. Y que basta escucharlo con humildad para reconocerlo".

 


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2. 

 ¿Cómo se habría expresado mi madre de conocer mi casa actual?

 Consuelo:

No hay viaje que prepare el espíritu para lo que la montaña revela. La ciudad quedó atrás como un resplandor distante, casi frágil, mientras el bosque se encargaba de imponer su dominio. A medida que avanzábamos, sentí que el silencio comenzaba a limpiarme por dentro, como si una parte de mí reconociera, antes que yo misma, que aquí había un remanso que no conocía desde hacía años.

El camino serpenteaba entre potreros abiertos, salpicados de casas que resisten estoicamente el frío, el viento y esa insistente silampa que parece no haber cedido jamás ante nadie. Y sin embargo, lejos de la dureza, encontré en ellas una ternura antigua: la de las familias que han aprendido a vivir sin temerle a la soledad. El aire, tan espeso que ni las campanas de las iglesias alcanzan a atravesarlo, me recordaba los silencios de mi infancia, esos en los que la vida sonaba de otra manera.

Frente a la casa de los abuelos me recibió un portón sostenido por dos columnas fuertes, como guardianes cansados pero fieles. El verde que lo cubre —producto del viento que deposita su savia en cuanto toca— me dio la impresión de estar entrando no solo a un lugar, sino a una época que no conocía prisa. Crucé el portón y encontré un pequeño claro donde uno podría imaginar muchas llegadas, muchos abrazos, muchos regresos.

A un lado, el gallinero bajo una chayotera; al otro, una torre que guarda agua y memorias de trabajo. Era como si cada rincón se hubiese mantenido en pie no solo por su utilidad, sino por amor a la permanencia.

La casa colonial, sencilla y abrigada, se presentó como un refugio familiar, y el árbol añoso que la acompaña, cubierto de orquídeas, me hizo pensar en cómo la belleza suele venir sin alardes, sin exigencias, simplemente sosteniéndose.

Al caminar hacia la cochera, amplia como un corazón dispuesto a recibir, no pude evitar imaginarla llena: mesas improvisadas, voces entrelazadas, ollas humeantes, el bullicio de los preparativos navideños, los tamales hechos en familia. Un cuadro que conozco bien, pero que aquí —en este aire tan distinto— adquiría un brillo nuevo.

Continué por la escalera discreta que desciende hacia el este y me encontré frente a un terreno ordenado por la mano humana con una delicadeza que solo se logra cuando se comprende la tierra. Bambúes, cipreses, amapolones, flores que se enredan entre sí como si también fueran familia. Más adelante, el zacate amplio, el lugar donde inmediatamente pensé en mis hijos.

Vi, como solo una madre puede ver, lo que nunca estuvo allí pero que yo conocía de memoria: a los mayores corriendo con la fuerza de su juventud temprana; a los de en medio inventando juegos nuevos que duraban toda la tarde; a los pequeños, siempre cerca de mis faldas, descubriendo hojas, piedritas, orugas. Y más allá, en esa zona boscosa donde los árboles traídos de los riachuelos dan sombra y frescura, imaginé a mis nietos futuros, herederos de la misma ansia de juego y maravilla.

Me conmovió pensar cómo cada generación habría encontrado aquí su lugar: los más grandes, explorando valientemente; los medianos, construyendo historias; los pequeños, mirando todo con ojos recién nacidos al mundo. Y yo, observándolos a todos, como siempre lo hice, con esa mezcla de orgullo y responsabilidad que jamás abandona a una madre.

El viento, al pasar entre las hojas, produjo un rumor que me pareció casi una canción conocida. Los bovinos de las fincas cercanas mugieron con su ritmo lento; los tucanes y las piapias dibujaron un jolgorio breve en el aire. Pero por encima de todo eso, una paz profunda —entrañable, luminosa— se posó sobre mí.

Comprendí entonces que este lugar guarda un don: el de devolvernos la inocencia, no como un regreso imposible, sino como una promesa. Aquí, pensé, cualquier corazón cansado podría volver a ser sencillo. Y yo misma, madre de tantas vidas y tantos años, sentí por un momento aquella ligereza que solo otorga la certeza del hogar.

Porque en este paraje, el bosque no guarda silencio: lo pronuncia. Y su voz, suave pero firme, dice exactamente lo que toda alma anhela oír cuando ha amado mucho:
que todavía hay un rincón del mundo donde el tiempo se detiene para dejar que uno respire".

 


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3. 

Y hasta habría podido dejarnos una carta: 

 "Hijos míos —a ustedes, mis siete varones y mis tres mujeres— quiero contarles lo que sentí al llegar a este paraje, porque al verlo, pensé inmediatamente en cada uno.

La ciudad quedó atrás como un farol tembloroso, empequeñecido por la distancia, y mientras el bosque lo iba cubriendo todo, pensé en cuántas veces los vi partir hacia sus vidas, uno por uno, perdiéndose también entre montañas, ciudades, mares… y aun así conservando dentro de sí una luz propia, como esa burbuja que marca dónde queda nuestro punto de partida.

El camino empinado que atraviesa los potreros me recordó nuestras jornadas de familia numerosa: siempre subiendo, siempre sorteando curvas, siempre hallando espacio para cada cosa, cada necesidad, cada carácter tan distinto entre ustedes. Vi aquellas viviendas humildes que resisten el frío y el viento y pensé: así es también el amor de una madre, firme incluso en la inclemencia.

Cuando nos detuvimos frente al portón verdoso de los abuelos, sostenido por esas dos columnas tan seguras, los miré a todos ustedes y sentí lo mismo que cuando estaban pequeños y formaban una fila dispareja frente a mí: que mi tarea en este mundo había sido sostenerlos mientras aprendían a abrir sus propias puertas. Y a tu padre, a mi lado, lo sentí nuevamente compañero de batalla, de escuela y de ternura.

Entramos y aquel claro de césped me pareció un antiguo escenario donde yo podía verlos jugar otra vez. Vi a los más grandes, ustedes los varones mayores, corriendo como si el mundo fuera demasiado pequeño para tanta energía. Vi a los medianos tratando de imitarlos, tropezando pero riendo, y a las niñas —mis tres pequeñas delicadezas— observando primero, siempre prudentes, para luego unirse con ese equilibrio que solo ustedes tres tenían.

En la casa colonial, en el árbol lleno de orquídeas, en el gallinero cubierto de chayotes, todo parecía tener un eco de hogar. Y en la cochera amplia, donde se hacen tamales y se reúnen las voces, pude imaginar nuestras navidades: el alboroto, las preguntas simultáneas, las manos pequeñas metiéndose donde no debían; la música de su padre llenándolo todo como una bendición.

Cuando subimos por la escalerita hacia el este, me detuve un momento. Miré el bambú, los cipreses, los amapolones que delimitan el terreno y pensé en las cercas invisibles que uno pone en la vida: no para encerrar, sino para guiar. Yo quise criarlos así: con límites amorosos y con flores que crecieran alrededor de ellos.

En el zacate amplio vi a los de ustedes que siempre fueron libres, casi salvajes en su alegría. Más adelante, con los frutales que luchan contra el clima, recordé a quienes de ustedes debieron esforzarse más para encontrar su rumbo. Y cuando llegamos al bosque —ese templo secreto lleno de aves brillantes e insectos que trabajan sin descanso— pensé en su padre. Él estaba a mi lado, silencioso, escuchando el viento como quien escucha música antigua. Y comprendí que ustedes no solo heredaron de mí la paciencia: heredaron de él la sensibilidad, el gusto por lo que no se ve pero se siente.

El viento empezó a levantar un sonido prolongado, los bovinos mugieron lejos, las aves hicieron alboroto. Pero debajo de todo eso había una paz profunda, de esas que se reconocen con el corazón antes que con el pensamiento. Y en ese instante, los miré a todos, a mis diez hijos que son mi obra y mi alegría, y sentí que este lugar tenía algo en común con nosotros: que en medio del ruido, del viento, de las luchas y de las generaciones que se enciman una sobre otra… persisten el amor, la armonía y la esperanza.

Hijos míos, si alguna vez se sienten cansados, si alguna vez sienten que el mundo los supera, recuerden este paraje —aunque nunca hayan venido— porque aquí está escrito, en lenguaje de árboles y orquídeas, lo que toda madre desea para sus hijos:
que siempre encuentren un sitio donde el alma pueda descansar, donde el corazón vuelva a ser sencillo, donde la paz caiga sobre ustedes como una luz que no se apaga.

Y mientras el viento seguía cantando, tomé la mano de su padre y supe que, aunque el tiempo pase, aunque ustedes vuelen lejos, la familia —esta familia nuestra— sigue siendo el refugio más verdadero de todos".


 

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4. 

 Poema imaginario; de Rafael a Consuelo:

"Vos, que llevás en los ojos
el temblor claro del alba,
y en la voz, cuando sosiegas,
el silencio que descansa,
no sabés cuánta armonía
despertaste en mis guitarras.

Cuando el viento de la noche
tantas sombras levantaba,
tu paso, leve y sereno,
iba bordando esperanza;
y mi música —pobre música—
se volvía casi plegaria.

Si la vida fue tormenta,
fuiste vos quien la aplacara;
si fue duda, la certeza;
si fue silencio, la palabra.
Y yo, que busqué en los sonidos
un refugio para el alma,
lo hallé primero en tus manos,
y después, en tu mirada.

Hoy, cuando el tiempo nos junta
como quien cierra una balada,
si algo sabe el corazón
es que sin vos no cantara.
Porque mujer tan romántica
solo una vez se regala,
y el músico que la encuentra
ya no conoce distancia.

Por eso, si el mundo calla
o si la montaña habla,
si el bosque en su paz respira
o la brisa se levanta,
mi canción —la más sincera—
no la dicta voz humana:
nace contigo, Consuelo,
flor eterna en mi guitarra.


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Poema de Rafael a Consuelo,
con el piano como testigo
(al estilo de Bécquer)

Vos, que al roce de la tarde
llevás luz en la mirada,
y al rumor de tu silencio
hacés temblar las ventanas,
fuiste siempre la melodía
que mi música buscaba.

Cuando el piano, en la penumbra,
desplegaba sus nostalgias,
cruzabas por la sala
como un susurro que abraza;
y las teclas, con tu sombra,
se volvían casi palabras.

En las noches, cuando el mundo
parecía hacerse nada,
nuestros hijos —diez estrellas—
se acercaban sin llamarlas.
El piano abría sus brazos,
Vos sonreías, encantada,
y la casa, por un instante,
se convertía en mañana.

Que si la vida fue ardua,
fuiste vos quien la templara;
si hubo invierno, lo volviste
una música más clara.
Y yo, que en mis instrumentos
busqué siempre el alma humana,
la encontré toda en tus manos
y en el canto de tu gracia.

Hoy, que el tiempo nos reúne
como quien cierra una balada,
aún escucho, en cada nota,
tu presencia enamorada.
Porque hay amores que laten
mucho más allá del habla,
y el nuestro —bien lo sabés—
suena eterno en la distancia.

Y si el viento de estas montañas
a veces a Dios reclama,
si el bosque exhala su paz
o la noche se hace larga,
mi canción —la más profunda—
no la dicta voz humana:
nace del piano, Consuelo,
cuando tu espíritu pasa.
-

5.

Carta imaginaria que pudo haber sido encontrada sobre el piano de Rafael, padre y músico, para sus diez hijos.

Hijos míos:

Dejo estas líneas sobre el piano porque este instrumento, más que cualquier otro, ha sido el testigo fiel de nuestra historia. Aquí, entre estas maderas que guardan ecos de tantas noches, quiero hablarles no solo de mí, sino del amor que sostuvo nuestra casa: el amor a su madre, Consuelo.

Ustedes saben bien que en cada melodía que toqué hubo siempre un centro cálido, un punto de luz que ordenaba mis notas. Ese centro era ella. Cuando la conocí, entendí por primera vez que la música no nacía solo de las manos, sino del alma, y que había almas capaces de inspirar acordes que uno nunca pensó tocar.

Este piano, sobre el que ahora dejo la carta, la vio cruzar la sala miles de veces: a veces apurada, a veces serena, a veces cansada por la vida y por ustedes —diez voluntades distintas— que pedían, corrían, discutían y reían. Sin embargo, bastaba que ella se detuviera un instante, que dejara su mano descansar sobre mi hombro, para que cualquier disonancia se resolviera en una paz inmediata.

Ustedes crecieron alrededor de este instrumento. Lo recuerdo: los mayores trepándose a la banqueta, los medianos intentando seguir una melodía inventada, las niñas acercándose con esa delicadeza que heredaron de ella. Y en cada uno de esos momentos su madre estaba allí, vigilante, amorosa, construyendo hogar con su sola presencia.

Quiero que lo sepan: si alguna vez la casa tuvo armonía, no fue mérito mío. Yo puse música; ella puso la vida.

Y ustedes —cada uno— fueron los acordes que ella supo unir con una ternura que no se aprende en ninguna escuela. Los sostuvo cuando aprendían a caminar, cuando tropezaban, cuando se aventuraban al mundo; los sostuvo también cuando yo, absorbido por mis partituras, no veía más allá de mis propias notas.

Por eso les escribo ahora, sobre este piano que nos reunió tantas veces: para que nunca olviden que lo que realmente los formó no fueron estas teclas, ni mis canciones, ni mis ensayos nocturnos.
Fue su madre.
Fue su paciencia, su fuerza silenciosa, su inteligencia, su amor incansable.

Si alguna vez sienten que la vida pierde ritmo, vuelvan a recordar este sonido: el del hogar cuando ella estaba. Cada sonrisa, cada consejo, cada gesto suyo era una melodía verdadera. Todo lo demás, incluso mis composiciones más queridas, no son sino acompañamiento.

Yo la amé —la amo— con la certeza simple de quien sabe que no le alcanzará la vida para agradecer lo que recibió.

Y quiero que ustedes, mis hijos, lleven ese conocimiento como un tesoro:
que hubo una mujer llamada Consuelo que hizo de ustedes su obra más perfecta,
y que este padre músico, que a veces hablaba más con notas que con palabras, vio en ella la razón de toda su música.

Cuando el piano vuelva a sonar —porque alguno de ustedes tocará, o alguno de sus hijos— recuerden que en cada nota hay algo de ella. Y que mientras su memoria viva entre ustedes, ninguna tristeza podrá desafinarles el corazón.

Con mi amor,
Su padre,
Rafael".

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domingo, 30 de noviembre de 2025

El Reto de los Acuña J.

  Cuento:

Aventura: 
El Torneo de los Espejos y el Enigma de la Sabiduría

Capítulo 1: La Invitación Inesperada

Kevin ajustaba la correa del portabebés con una mano mientras con la otra sostenía un balón de fútbol. Zoe, su hija, gorjeaba contenta, mirando el mundo desde la altura. "Tú serás mi buena suerte, preciosa", le susurró. Su vida era un malabarismo constante entre los entrenamientos, los estudios y su familia, pero la mirada de Hellen, llena de confianza, y la risa de Zoe le daban una fuerza que no conocía antes.

 





Santiago, por su parte, meditaba en silencio antes del partido. Respiró hondo, ahogando un viejo reflejo de impaciencia. Recordó las palabras de su mentor: "La verdadera fuerza no está en el golpe, sino en la calma para decidir cuándo darlo". En el campo, era conocido como "El Sol", no solo por su cabello dorado, sino por la claridad con la que iluminaba las jugadas.

 


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María Fernanda, "El Verdadero Amor", observaba a sus hermanos desde la banda. Su amistad era un refugio de complicidades y sueños compartidos. Ya no era la niña que solo pensaba en jugar; ahora visualizaba su futuro con una determinación que asombraba a todos.

 


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Esa tarde, tras un partido victorioso, un hombre misterioso se les acercó. Vestía un traje impecable y sostenía un sobre plástico con el emblema de un espejo fracturado.
Extrajo un pergamino en el que se leía lo siguiente:

"Kevin, 'La Estrella en Ascenso'. Santiago, 'El Sol'. María Fernanda, 'El Verdadero Amor': El Club de los Exitosos los considera dignos de una prueba única: El Torneo de los Espejos".
Ellos se miraron, y aceptaron el reto, tan solo en recuerdo de sus inolvidables aventuras infantiles con tío Gerardo.

Capítulo 2: El Desafío de los Reflejos, un Torneo Espectacular.

El torneo no era en un estadio común, sino en "La Cúpula de los Ecos", un lugar de las montañas de Coronado, donde el campo era una superficie reflectante que duplicaba cada movimiento, creando la ilusión de jugar contra uno mismo. El primer desafío no era físico, sino mental.

· La Prueba de Kevin: El Equilibrista. Su partido se desarrolló en un campo donde cada vez que anotaba un gol, un espejo le mostraba una escena de su hogar: a Hellen cansada o a Zoe llorando. La tentación de priorizar su fama sobre su familia era su enemigo interno. Kevin, recordando su promesa, jugó con ferocidad, pero cada vez que la imagen aparecía, se giraba y enviaba un beso al espejo. Comprendió que su verdadero éxito no era anotar goles, sino ser el pilar de su familia. Al aceptarlo, el espejo enemigo se desvaneció.

· La Prueba de Santiago: El Filósofo. Su oponente era su propio reflejo, pero distorsionado por la ira. El espejo le recordaba viejas injusticias y errores, intentando nublar su juicio. Santiago, respirando profundamente, no se lanzó al choque. En su lugar, usó su inteligencia para analizar los patrones de ataque de su yo enfadado. "Tu ira te hace predecible", dijo en voz baja. Con una jugada serena y calculada, interceptó el balón y lo condujo con una calma imperturbable hacia la portería. La figura iracunda se quebró como cristal.

· La Prueba de María Fernanda: La Cómplice. 
Su campo de juego estaba vacío. No había rival, solo espejos que reflejaban sus dudas: "¿Serás lo suficientemente fuerte?". María Fernanda sonrió. No necesitaba pelear contra sus inseguridades, sino abrazarlas como parte de su viaje. Se giró y vio a Kevin y a Santiago luchando en sus propios campos. Supo que su prueba no era individual, sino colectiva. Corrió hacia el borde de su campo y, con palabras de aliento y una fe inquebrantable, les gritó las estrategias que veía, convirtiéndose en el lazo que unía a sus hermanos. Su "Verdadero Amor" no era romántico, sino el amor incondicional de la amistad y la fraternidad.

Capítulo 3: La Cámara de la Palabra Eterna

Tras superar sus pruebas deportivas individuales, los tres hermanos reunieron en el centro de La Cúpula. En lugar de un enemigo, encontraron una puerta de madera antigua con tres cerraduras talladas. Sobre ella, una inscripción brillaba con letras de luz:

“Hijo mío, está atento a mis palabras; inclina tu oído a mis razones. No se aparten de tus ojos; guárdalas en medio de tu corazón.”

Al acercarse, la puerta resonó con una voz profunda: "Tres llaves abren esta puerta. No son de metal, sino de entendimiento. Resolved el enigma de Proverbios 4:20-27 y hallad vuestro camino."

Un pilar de luz surgió frente a ellos, mostrando el pasaje completo. Se concentraron en los versículos 23-27:

· "Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida. Aparta de ti la perversidad de la boca, y aleja de ti la iniquidad de los labios. Tus ojos miren lo recto, y tus párpados irán delante de ti. Examina la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos. No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal."

El Enigma y las Tres Llaves:

La voz retumbó de nuevo: "¿Cómo se aplica esta sabiduría al caminar?"

Cada uno, con su don único, aportó una pieza fundamental intentando resolver el enigma:

1. Kevin: La Llave de la Obediencia (Honra a los Padres). 
Kevin, cargando a Zoe, reflexionó en voz alta: ‘Examina la senda de tus pies’. Mi camino ahora es el de padre. Cada paso que doy, cada decisión que tomo, ya no es solo por mí. Es por ella y por Hellen. Honrar mi promesa y mi familia es la forma más práctica de ‘no desviarme a la derecha ni a la izquierda’. 
"Es mi obediencia a un compromiso sagrado".
Al decir esto, la primera cerradura giró con un clic.

2. Santiago: La Llave del Dominio (Alejar la Perversidad de la Boca). Santiago, recordando su lucha contra la ira, añadió: ‘Aparta de ti la perversidad de la boca’. No son solo mentiras, sino las palabras iracundas que nublan el juicio. ‘Guardar el corazón’ para mí es dominar esa ira antes de que salga por mis labios. Una palabra vana o iracunda puede desviar todo el camino. 
"Mi inteligencia debe gobernar mi lengua." 
Al verbalizar esta verdad, la segunda cerradura se abrió.

3. María Fernanda: La Llave del Enfoque (Obediencia a YHVH). 
María Fernanda, con su corazón puro, dio la visión final: ‘Tus ojos miren lo recto’. Es la obediencia total a YHVH. Es no distraerse con lo que brilla a los lados, ni con vanas palabras de otros, ni con caminos que parecen fáciles. Es fijar la mirada en Él y en Su propósito para nosotros. Eso es ‘guardar el corazón’: hacer de Él el centro. 
"Eso une todo: honrar a los padres y dominar la lengua nace de tener puestos los ojos en lo recto." 
Sus palabras, llenas de convicción, activaron la tercera y última cerradura.

La puerta se abrió suavemente. 
No había un monstruo que vencer, sino un único y brillante espejo en el que no se reflejaban sus cuerpos, sino la luz de su comprensión colectiva.


Capítulo 4: El Verdadero Premio.

La voz del hombre misterioso llenó la sala. 
"Habéis vencido. No con fuerza, sino con sabiduría. 
Kevin, ‘La Estrella en Ascenso’, entendió que su ascenso está cimentado en la honra familiar y retomaría su impulso académico para ser más competente.
Santiago, ‘El Sol’, comprendió que su luz brilla más cuando no es opacada por la ira y, además, aprovechar su virtud intelectual para definir su futuro. 
María Fernanda, ‘El Verdadero Amor’, vio que el amor más verdadero es el que se enfoca en la fuente de todo amor y todo ello tiene aplicación también en su futuro profesional. 
Sois un equipo no solo en el campo, sino en el espíritu."

Ese día regresaron a casa transformados. Kevin abrazó a su familia, sintiendo que el versículo ahora latía en su corazón de padre. Santiago sintió una paz nueva, su inteligencia ahora aliada con una sabiduría superior. Y María Fernanda supo que su camino al triunfo estaba alineado con una fe inquebrantable, apoyada en la obediencia a La Palabra.

El futuro, efectivamente, era un reto enorme. Pero armados con la sabiduría de la Palabra y unidos por un lazo inquebrantable, el Ascenso, la Luz y el Amor, eran imparables.

lunes, 17 de noviembre de 2025

Datos de Gerardo E. Quesada M.

 

 

 

1.  MIS NIETOS

3 cuentos.

 

 

FELIPE CASTREJÓN QUESADA, nació en 2008.


Para Felipe, de diecinueve años, la casa de las colinas no era un lugar en un mapa, sino una geografía del alma, un territorio que había habitado durante años en los pliegues de su imaginación. Su abuelo, el hombre de la espada toledana y las manos que lo "chinearon" en una infancia brevísima y luego se esfumaron en la niebla de las ausencias adultas, era un fantasma familiar. Un eco de voz ronca, un olor varonil y el peso solemne de aquella espada que ahora reposaba en su estudio en la ciudad, eran los frágiles hilos que lo unían a él.

Hay un tema de los dones, como la literatura, la música y todo el arte, así como el altruismo, que flota en su memoria, algo que el tiempo no dio oportunidad de explicarlo.

Llegar al portón verdoso, entre las columnas que parecían sostener no solo la estructura, sino el peso de los años, fue para Felipe como abrir un libro cuyo prólogo había leído mil veces, pero cuyo contenido desconocía por completo. No había recuerdos aquí, solo promesas de recuerdos. Una certeza visceral, tan firme en su pecho como el pulso de su sangre, le decía que al caminar por este terreno, pisaría las huellas que su abuelo había dejado impregnadas en la tierra.

Cruzó la zona de parqueo, y su mirada no se posó en el gallinero o la torre, sino en los espacios vacíos entre ellos. Buscaba, sin saberlo, la sombra de su abuelo. Se dirigió hacia la casa colonial, sencilla y sólida, y fue la ramificación del camino que rodeaba el árbol añoso la que lo detuvo. Allí, bajo la cúpula de orquídeas, la sensación fue tan abrupta y física que casi lo hizo tambalear. No fue un recuerdo, sino una impresión: la clara y distinta noción de su abuelo, mucho más joven, apoyado en ese mismo tronco, afilando con una piedra un machete pequeño, con la misma concentración serena con la que Felipe limpiaba la espada toledana en la ciudad. No lo veía, lo sentía. Era como si el lugar hubiera guardado el molde de su presencia, y al pasar Felipe, su propio espíritu había encajado en él.

Caminó hacia la cochera, imaginando las tamaleadas y las reuniones, y chocó con el viento que bajaba de las montañas del norte, que le trajo, no un aroma, sino la sensación de una mano grande y cálida posándose en su hombro. Era el mismo gesto con que su abuelo, hacía más de una década, se apoyaba y acercaba su rostro para decirle que lo amaba. El consuelo, almacenado en el silencio del lugar, le llegaba intacto, trascendiendo el tiempo.

Su peregrinaje lo llevó luego al sector boscoso, el jardín de aves e insectos. Allí, junto a un espolvoreado de pequeñas flores chinas y pentas, encontró un banco de madera gastada por la intemperie. Se sentó, y fue entonces cuando la conexión se volvió diáfana. Cerró los ojos y, en el jorgorio de los tucanes y el rozar del viento en la vegetación, creyó oír el eco de una respiración pausada a su lado. No necesitaba fotos ni anécdotas. En la paz inimitable de ese rincón, Felipe entendió de dónde venía la serenidad que emanaba de su abuelo, incluso en sus visitas fugaces. Venía de aquí. De este diálogo perpetuo entre la tierra y el cielo, entre el bullicio de la vida y el silencio sublime.

Se levantó y, con un respeto casi ceremonial, desenvainó la espada toledana que había traído consigo. No para blandirla, sino para que el acero, heredado y cuidado con devoción, se presentara ante el espíritu del lugar. La luz del atardecer se reflejó en la hoja pulida, y por un instante, fue como si una chispa saltara entre el pasado y el presente, entre el abuelo que quizá soñó con legar algo más que un objeto, y el nieto que anhelaba recibir algo más que una herencia material.

Felipe no había encontrado objetos de su abuelo, ni cartas escondidas. Había encontrado algo infinitamente más valioso: el contexto de su alma. Aquel hombre ya no era un fantasma compuesto por anécdotas prestadas y un arma antigua. Era la quietud del que escucha el bosque, la fuerza del que levanta columnas, la paciencia del que deja que el viento escriba su historia en la pintura de un portón y la eminencia de quien se entrega al mayor goce en la música clásica.

Al salir, cerrando el portón verdoso tras de sí, Felipe no se llevaba solo el recuerdo de un lugar pintoresco. Se llevaba la certeza de haber recuperado un tesoro que le pertenecía por derecho de sangre y de añoranza: la clave para entender al hombre que lo había chineado. Y supo, con una paz que le inundó el pecho, que cada vez que sostuviera la espada toledana, ya no estaría sosteniendo solo acero. Estaría sosteniendo el silencio del árbol añoso, la frescura de la brisa en el rostro y la imborrable presencia de su abuelo, fundida para siempre con la tierra sagrada que ambos, cada uno a su manera y a su tiempo, habían aprendido a llamar refugio.

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 EVA VICTORIA VARELA VEGA, nació en 2021.


Eva, de dieciséis años, sintió que el verano de 1968 se desplegaba no como un calendario, sino como una geografía íntima en el terreno de los abuelos. Su misión era sencilla, doméstica: una canasta de mimbre colgaba de su antebrazo, destinada a ser llenada con los limones ácidos que maduraban junto a la cerca de bambús y con las frambuesas silvestres que se enredaban, tímidas y espinosas, en el lindero del bosque. Pero Eva sabía que en aquel lugar, ninguna tarea era solo una tarea. Era un ritual, una ceremonia de recuerdo.

Comenzó su recorrido, y con el primer crujido de la gravilla bajo sus sandalias, el viento —aquel escultor incansable de la silampa— comenzó su trabajo. No soplaba con fuerza, sino que se deslizaba entre los árboles como un alma familiar. Al pasar junto al grueso árbol añoso, cuyas orquídeas colgaban como pendientes de una dama antigua, el viento susurró en su oído no palabras, sino la imagen nítida de su abuelo, Gerardo, subido en una escalera de mano, podando con unas pequeñas una rama seca. "Hay que dejar que la luz bañe a las reinas", le decía, señalando las orquídeas. Eva podía casi oler el aroma a tierra húmeda y a sudor limpio que emanaba de su camisa de manga larga.

Avanzó hacia los limoneros. Los frutos, de un amarillo intenso contra el follaje oscuro, parecían gotas de sol solidificado. Lo primero que siempre hacía era buscar limones escondidos entre las ramas bajas de los árboles; y era que su abuelo acostumbraba anticiparse a sus visitas y colocaba limones de manera que la niña los encontrara y se alegrara. Al estirar la mano para torcer uno, sintiendo la textura áspera de la cáscara, el viento trajo otro recuerdo, esta vez impregnado del aroma a jabón de lejía. Era su abuela, Gabriela, en la cochera convertida en salón de tamales, exprimiendo varios de estos mismos limones en una enorme jarra de barro. Le ofreció un jarro con refresco y le dijo: "Para la limonada, Eva. Si la tomás fría, el polvo del camino no se te pega en la garganta". El sabor agrio y fresco inundó su memoria, un sabor que era el verdadero sabor de la bienvenida; además, como nunca perdió la costumbre de rasguñar la piel del limón para aspirar su olor, reforzaba siempre el recuerdo de sus estancias con los Titos.

Su camino la llevó luego hacia el sector enzacatado, donde de niña había rodado y reído sin cesar. Allí, el viento jugó con su falda y le trajo la sensación física, casi alucinante, de unas manos grandes y callosas levantándola en vilo. Era su abuelo, haciéndola volar como un aeroplano sobre la alfombra verde, mientras su abuela, sentada en las gradas, gritaba entre risas: "¡Gerardo, que la vas a marear!". El eco de su propia risa infantil, un cascabel de alegría pura, pareció perderse entre el rumor de las ramas de los cipreses.

Finalmente, llegó al lindero del bosque, donde las frambuesas se escondían como rubíes entre la maleza. Aquí, el viento cambiaba. Ya no traía voces ni risas, sino silencios. Silencios compartidos. Recordó las tardes sentada con su abuelo en un banco formado por un block de construcción y una tabla, mirando cómo las parvadas de tucanes y pericos cruzaban el cielo. Él no hablaba, solo señalaba con un leve movimiento de cabeza un nido, una nube que pasaba fugaz entre las hojas rojas que había en el cuartito rojo, la manera en que la luz se posaba sobre el volcán. Era un lenguaje sin palabras, una lección de quietud que ahora, a sus dieciséis años, comprendía que era el regalo más valioso. Aquel silencio no era vacío; era la plenitud del entendimiento y el amor inconmensurable del abuelo.

Mientras sus dedos, ya expertos, buscaban las frambuesas sin pincharse, una gota de su jugo carmesí manchó su pulgar. Se lo llevó a los labios. El sabor agridulce y salvaje fue la clave que abrió la última puerta. Comprendió entonces que no estaba solo recolectando frutas, estaba cosechando el tiempo. Cada limón era la sabiduría práctica y amorosa de su abuelo; cada frambuesa, el silencio elocuente y la conexión profunda con la casa de su abuela.

La canasta se llenó, pero su corazón se aligeró. El viento, habiendo cumplido su tarea viajera, se aquietó. Eva se quedó un momento más, mirando cómo la luz de la tarde ponía doraba la torre del molino y la fachada blanca de la casa. Ellos ya no estaban, Gerardo y Gabriela, pero en cada rincón de aquel terreno, en cada árbol adornado, en cada fruto que la tierra daba, su amor seguía teniendo la misma textura, el mismo olor y el mismo sabor imborrable. Ahí notó que en ese paraje nunca se sentiría sola, porque había aprendido a sentirse parte del maravilloso entorno y a no dejar ir los recuerdos valiosos.

No era tristeza lo que sentía. Era una presencia. Una certeza de que algunos adioses no son definitivos, sino que se transforman en una compañía silenciosa y perpetua, tan tangible como el viento que acaricia los cerros y tan dulce como la frambuesa que estalla en el paladar. Y supo que, mientras ese lugar existiera, ella siempre tendría a dónde volver para ser de nuevo, y por un instante, la nieta que corre, ríe y alegra.

2024:  https://youtube.com/shorts/N9iBlHRleOw?si=Of9N9iqoHZtbfyvB



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JULIÁN GAEL VARELA VEGA, nació en 2024.



Era el verano de 1967, y para Julián, de quince años, aquella visita a la casa de sus abuelos en la boca de La Hondura prometía la misma quietud ociosa de siempre. El polvo del camino se le había adherido a su piel como una segunda camisa, y la visión del portón verdoso, con sus columnas erguidas como centinelas cansados, le produjo la familiar sensación de encierro en el tiempo. Sin embargo, ese año era distinto. Una energía nueva, eléctrica y rebelde, le recorría las venas, traída por las noticias de un mundo que se agitaba lejos de allí, en ciudades donde los jóvenes como él soñaban con revoluciones.

La aventura, como todas las auténticas, comenzó con un sonido. No el jorgorio de los tucanes o el gemido del viento, sino un quejido metálico, agudo y persistente, que parecía nacer del corazón mismo de la zona boscosa al fondo del terreno. Para los oídos de sus abuelos, era solo "el molino de viento viejo, el que se atrancó hace décadas". Pero para Julián, alimentado por las novelas de Julio Verne que devoraba en la hamaca, aquel sonido se convirtió en el lamento de un leviatán de hierro olvidado, en la llamada de una misión.

Decidió que exploraría la torre-molino. No la bodega de abajo, que conocía, sino la cámara superior, a la que se accedía por una rústica escalera interior, oxidada y llena de telarañas que brillaban como hilos de plata bajo el sol de la tarde. Subir fue su primer acto de valor. Cada peldaño crujía como un hueso anciano, y el viento, al rozar la estructura, producía un aullido que se mezclaba con el quejido original, multiplicando el misterio.

Al forzar la puerta enclavijada de la cámara, no encontró un mecanismo oxidado, sino un gabinete de maravillas. Polvo dorado danzaba en los rayos de luz que se filtraban por las rendijas. Había mapas astronómicos desplegados sobre una mesa, sus bordes comidos por el tiempo, y un telescopio cuya lente, aunque empañada, parecía contener un fragmento del cielo nocturno. En un rincón, una radio de válvulas, enorme y silenciosa, se alzaba como un altar a las voces del éter. Pero el verdadero tesoro era un diario encuadernado en cuero, escrito por su propio abuelo, un hombre al que solo conocía por un retrato severo en el comedor.

No era un diario de cuentas o de siembras. Era el cuaderno de un soñador. Hablaba de "cartografiar la música del viento", de anotar el paso de las constelaciones sobre los cerros guardianes y de capturar, en una madeja de cables y cristal, las conversaciones de las aves. El quejido del molino, explicaba, no era un fallo, sino el sonido de un generador eólico rudimentario que él mismo había diseñado para alimentar su radio y "escuchar los susurros del continente". Julián, con el corazón palpitándole en el pecho como un motor, comprendió que su abuelo no había sido un simple habitante de ese lugar, sino su primer explorador.

Su aventura se transformó entonces. Ya no se trataba de explorar un espacio físico, sino de revivir un legado. Durante las siguientes semanas, Julián vivió una doble vida. Por el día, estudiaba y hacía las tareas, comía con la familia bajo la enramada de la glorieta y escuchaba las campanas distantes que ya no llegaban. Pero por las noches, a la luz de una lámpara de queroseno, se convertía en el heredero del sabio loco. Limpió el telescopio con un paño suave y, una noche clara, giró su tubo hacia el cinturón de Orión. Al enfocar, contuvo la respiración: no eran puntos de luz, eran soles, eran mundos. Era la misma visión que había hechizado a su abuelo, centrada en Alnitak, Alnilam y Mintaka, las tres estrellas azules que nos miran desde las profundidades del firmamento.

Su mayor hazaña fue con la radio. Siguiendo los diagramas del diario, logró conectar las baterías viejas al generador eólico reparado. Tras una tarde de vientos fuertes, las válvulas se encendieron con un tenue resplandor naranja. Giró el dial, estático al principio, hasta que, entre el crepitar, emergió una voz lejana, débil pero nítida. Era una emisora de onda corta, quizá de La Habana o de más allá, que transmitía una canción de los Beatles: "Lucy in the Sky With Diamonds". La música, distorsionada y fantasmagórica, llenó la torre, pero su embrujo fue inmediato; luego comprendería que esa melodía no era un espectro psicodélico, sino una experiencia sideral. 
En ese instante, Julián sintió el milagro. No estaba en una torre oxidada en medio de la nada, sino en un puente. Un puente tendido por su abuelo que conectaba el silencio sagrado del jardín de orquídeas con el bullicio de un cosmos en ebullición. Era el explorador de dos mundos: el del bosque eterno y el de la Vía Láctea, que giraba vertiginosamente.

La aventura no terminó con un descubrimiento espectacular, sino con una epifanía silenciosa. Bajó de la torre y se adentró en el sector boscoso, donde las orquídeas colgaban como lunas diminutas. El viento cantaba ahora en sus oídos con una nueva voz. Ya no era el viento anónimo, era el mismo que había impulsado los sueños de su antepasado y que ahora le traía ecos de un mundo que quería cambiar. Se tumbó en la zacatera, mirando el cielo que empezaba a poblarse de estrellas, y sintió aquella paz inimitable de la que hablaba el recuerdo. Pero ahora era una paz diferente. No era la paz de la inocencia, sino la paz de la comprensión y el agradecimiento.

Su corazón de quince años ya no era simple, pero había recuperado una certeza. Comprendió que el verdadero refugio no era esconderse del mundo, sino encontrar el punto exacto, como aquella torre, desde donde se podía escuchar el latido de lo eterno y, al mismo tiempo, la canción de su propio tiempo. Y supo, con una certeza que le llenó de una serena alegría, que aquel verano, en la casa de sus abuelos, no había vivido una simple travesura de adolescente, sino que había descubierto su propio lugar en el cosmos, un lugar que estaba, y estaría para siempre, justo en el cruce entre la herencia y el horizonte.

 

2025:  https://youtube.com/shorts/cCBrjhJInnQ?si=0Z62NaKvTRGVfTju

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FELIPE CASTREJÓN QUESADA, nació en 2009



La historia de Felipe es un viaje hacia una memoria heredada, un anhelo de raíces que se convierte en una peregrinación personal. 

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 2. MIS HIJOS

 

MÓNICA QUESADA GUZMÁN: 

 Más o menos en 1982 decidí realizar un viaje en tren; ya que ese monstruo de metal y potencia siempre ha ejercido una atracción en mi dormido espíritu viajero.
Un soleado domingo de aquellos, pedí que me alistaran a Mónica; ella sería mi compañera en esta aventura. Yo tendría unos 30 años y mi hija unos 6.
Bajamos en el bus de Tibás y al llegar a San José caminamos de norte a sur, sin apartarnos de la calle 2 y pasando por el Barrio La Dolorosa hasta llegar a la Estación del Ferrocarril al Pacífico.
Debido al gentío que viajaba, tuvimos que demorar nuestro acceso a los vagones y al final, íbamos de vagón en vagón, hacia atrás, incluso cuando ya el tren había iniciado la marcha. No pudimos encontrar asiento, y dado que ningún varón nos ofreció asiento, nos acomodamos en las gradas traseras del vagón.

"Creo recordar retazos de conversaciones ajenas como:

—¡Cuidado con la canasta, viene caliente! —gritó una mujer pasando un recipiente tapado con servilletas entre la multitud.
—¿Ya vio, doña Flor? ¡Ese muchacho de sombrero es el hijo de la Chayito, el que se fue para Puntarenas! —comentaba otra a su compañera, señalando con la mirada.
Un grupo de jóvenes con mochilas, claramente turistas locales, reía a carcajadas.
—¡Mae, esto es demasiado tuanis! ¡Puro ferrocarril vintage! —dijo uno, sacando una cámara de rollo.
Un campesino de rostro curtido, sentado cerca de nosotros en un cajón, nos miró con solidaridad y musitó, casi para sí mismo:
—Aquí donde no hay prisa es donde más se aprende a esperar. Con la niña, cuidadito."

Se sucedían las estaciones de la ruta, en las que veíamos muchas personas bajándose y subiéndose, pero no pudimos reacomodarnos. Seguíamos en las gradas, abrazados y comentando de potreros, vacas y callejuelas que veíamos al pasar.

En las curvas podíamos observar la gran cantidad de carros que iban enganchados a la máquina, algunos notándose como desesperados por llegar a su destino, pues así lo hacía ver el montón de personas que asomaban sus cabezas y brazos en plena algarabía; otros, por el contrario, se veían reacios a su arrastre, como queriendo retrasar el avance del tren, pues sus ventanas cerradas impedían ver señales de vida en su interior. La brisa cálida de la zona nos acariciaba y facilitaba que no hubiera sofoco ante el montón de gente que viajaba.

"Querría creer haber visto y escuchado pasajes como estos:

Aprovechando una curva lenta, un vendedor ambulante se abría paso.
—¡Empanadas, tamal asado, refrescos de fruta! ¡No se ahogue con solo polvo!
—¿A cómo el de piña? —preguntó una señora.
—A cuatro reales, pero a usted se lo dejo a peseta, por acompañarme.
Un hombre con un traje un poco ajado, leyendo un periódico, le dijo a su vecino:
—Mire nada más en las noticias: igual que este tren, el país, parado en un puente. ¿Pa' cuándo la reactivación?
El vecino, más optimista, respondió:
—Ay, don Eduardo, siempre tan negativo. Al menos aquí vamos moviéndonos. Y con esta brisa, hasta dan ganas de echar una siesta. 

—Yo mejor me espero a Orotina, para comprar."


La cuestión es que al llegar a Ciruelas pudimos ver el viejo rótulo metálico pintado de gris plata, el tren detuvo su andar y nosotros, ¡sorpresa! quedamos ubicados precisamente sobre el cañón del río Ciruelas, o sea, sobre el puente metálico de la línea. ¡Ahí no podíamos bajar!
Ella se había dormido y entonces, la levanté, agarré el maletín y empecé a caminar de vagón en vagón, fijándome para detectar en qué momento podríamos bajar del tren sin riesgo. La gente que iba de pie era un obstáculo para poder movilizarnos más rápido. 


Mónica se despertó algo molesta y me decía que quería volver a casa.

"En medio de mi prisa por alcanzar la puerta y abandonar el tren, me llegarían voces como estas:

 —Papá, ya quiero ir a casa. Esto es feo.
—Un poquito más, amor, ya casi podemos bajar.
Al pasar junto a un compartimiento, oíríamos a un hombre explicarle a su familia, señalando por la ventana:
—Allá, ¿ven aquel cafetal? Es de mi tío César. En diciembre venimos a ayudar con la corta.
En ese instante, el tren daría una sacudida y reanudaría su marcha. Un grito colectivo subiria de tono.
—¡Pero si apenas paramos dos minutos! —protestó una voz.
—¡Conductor, pare! ¡Que se me volcó la bolsa con los mandados! —gritaría otra mujer, asomándose por una ventana". 

Fue el caos momentáneo que nos dio la pausa para actuar. Ya no había más tiempo para escuchar.

Yo seguía avanzando, cuando ¡oh, el tren reanudó su marcha!
Al pasar por una puerta, bajé las gradas y le avisé a la chiquita que nos íbamos a lanzar. Ni siquiera recordé que, en las películas, todos tienen a su alcance un cordón colgante, el cual activa el freno del tren.
Calculé bien el brinco y me lancé con tan mala suerte que las piedrecillas del suelo de tierra me hicieron resbalar, y caímos. Rápidamente nos levantamos a sacudirnos el polvo a la vez que la serpiente metálica pasaba a nuestro lado.
Reímos un poco, y cuando íbamos a iniciar nuestro camino hacia la estación, ella empezó a sangrar en la barbilla, eso la hizo llorar de nuevo y a pedir que volviéramos a casa. 
La limpié como pude y nos metimos a una soda a pedir agua. La gente fue amable y nos dieron un trapito limpio con un cubito de hielo para que ella se pusiera en la herida.

"Había cierto alboroto y las palabras me llegaban como desde lejos, sobreponiéndose unas conversaciones a otras; era obvio que la gente veía rota su monotonía a la llegada de fuereños y sus circunstancias. Creo recordar algo similar a esto:
—¡Santo cielo, la niña se raspó! —exclamó la dueña al vernos entrar—. ¡Pásele un trapito limpio y un hielo, Carlitos!
Un cliente anciano, tomándose un café, asintió con sabiduría:
—El tren siempre trae su tributo, por ello, los pueblos ven en esto un revivir, aunque sea una alegría pasajera.
—¿Vienen del tren? —preguntó la dueña mientras aplicaba el hielo en la herida de Mónica—. Sí, se paró muy arriba hoy. Pasa seguido. ¿No iban para la feria de Esparza?
—No, solo paseando —respondí.
—Bueno, el paseo ya se lo dieron —dijo otro hombre con una sonrisa, mordisqueando una galleta—. Lo que falta es la vuelta a casa. Tomen el bus de las dos, que es directo".

Volví a ver hacia las mesas, ocupamos una, y empezamos a bebernos un refresco, cuando noté que había gran cantidad de moscas por doquier. Muy prudentemente hice la observación y la señora me dijo que era época de abono de los cultivos y eso desataba el mosquero; en consecuencia, no pedimos nada de comer...

La chiquita solo quería regresar a casa, así que fuimos al pueblo, Ciruelas, y tomamos un bus para Alajuela. Luego usaríamos bus Alajuela a San José y San José a Tibás.
Al llegar a la casa me tragué el drama y la regañada de rigor.
Esta es historia verdadera, y quien quiera confirmación, no tiene más que acercarse a la barbilla de mi hija y ver la pequeña cicatriz que le dejó esa aventura.

 

RAQUEL QUESADA GUZMÁN: 

Hubo un tiempo en que mi madre y mi hermana Yamilet vivieron en una casa alquilada en Urbanización Jardines de Tibás, en la zona nor oeste del barrio.
Mi hermana, como era profesora de canto y de música con énfasis en piano, aceptó darles clases a mis hijas. Solamente Raquel aceptó tomar esas clases, para aprender piano.
Yo debía caminar con ella desde Los Cipreses hasta donde mi hermana, lo cual representaba como kilómetro y medio. Íbamos y veníamos de la mano, conversando y viendo el panorama. Cuando llovía, tomábamos un taxi.
El costo de las clases era simbólico y aunque significaba un monto apreciable, se invertía con la certeza de las muchas retribuciones que tal aprendizaje nos iba a dar.
El inicio de las clases fue muy provechoso; como hacía mi papá, fueron las bases: corporales, teóricas, e históricas. 



Era muy lindo, porque, a veces, al llegar a esa casa, había que esperar que saliera la alumna del turno anterior, que generalmente era una prima de mis hijas. A veces era a la inversa, al terminar la lección, estaba la prima esperando.
La cosa iba bien, hasta el punto de que tuve la dicha de ver a mi hija tocando una sonata de Beethoven, con partitura y todo, y a dos manos.
No sabría decir cómo y cuándo, alguien se enteró que yo pagaba las clases de mi hija y que la prima la recibía de gratis. A mí no me hizo la menor mella esa noticia; sus razones habría, y eso se respeta, punto. 
Pero la noticia fue suficiente para que se armara un disgusto de disonancia relacional que se volvió tóxico y rápidamente, mi hija resolvió no asistir más a las clases, pese a mi solicitud de reconsiderar y pese a mi externado dolor. Creo que ahí se truncó una enorme carrera musical.

Ante el piano y la música en general ocurre algo distinto que con las otras artes y demás dones intelectuales. Me baso en observaciones empíricas que una y otra vez apuntan hacia los cimientos de mis serias hipótesis; pero pese a ello, podrían ser susceptibles de ser rebatidas: los Quesada traen una vena intelectual que se confirma a lo largo de las generaciones. Sin embargo, y que esto sirva de alerta para otras familias, en algún momento, y por alguna circunstancia imprevisible, la persona enfrenta una disyuntiva cuando se le presenta una situación exógena que roza su comprensión, y esa disyuntiva es: perseverar en el prometedor cultivo del don o abandonarlo definitiva, tajante y lastimosamente.
Y, por cierto no es una falla de perseverancia; esa es una virtud distintiva de los Quesada; hablamos de otro valor que desde mucho antes que sea necesario perseverar ya dio al traste con el proyecto. Podríamos estar hablando de una precipitación en la toma de la desición con poco fundamento.
Ese es el momento que quise describir en cuanto al aprendizaje del piano de mi hija Raquel y también al que me referí, casualmente, en mi libro M1rando Hacia Atrás, cuando enfrenté una disyuntiva similar, yo mismo (El Piano y Yo).
En cuanto a mi hija, he visto con alegría, que encontró otra rama musical, pues suele cantar y tocar guitarra, ¡Qué bendición! 

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Mis hijos por adopción sentimental: 

ANDREA GABRIELA: 

Entre los muchos miembros de la familia de mi esposa, si hubiera que señalar a uno en quien el esfuerzo y la inteligencia han fraguado en distinción académica y sólido prestigio laboral, esa sería, sin duda, nuestra hija Andrea Gabriela. Su trayectoria, ascendente y tenaz, podría hacer creer al observador apresurado que ha alcanzado ya su clímax, que se asienta definitivamente en la cúspide. Sin embargo, tal juicio sería prematuro. Ella sigue estudiando, afianzándose, consolidando con serena obstinación su posición, y todo ello a pesar —o quizá precisamente a causa— de llevar sobre sus hombros la responsabilidad de dos criaturas de cuatro y un año: Eva Victoria y Julián Gael Varela Vega. En ellos, como en su propia carrera, parece volcar esa fuerza interior, callada y eficaz, que la caracteriza.

A su lado, compartiendo el peso y la luz de tales méritos, se halla su esposo, Víctor Hugo. Hombre práctico y de voluntad clara, se ha abierto camino en el áspero ramo de la construcción y la remodelación estructural, no solo como contratista y maestro de obras, sino como un artífice que comprende el alma oculta de los materiales y las estructuras. Posee, además, un instinto singular para el análisis y la deducción, una lucidez fría que aplica con igual tino ante el tablero de ajedrez —juego que cultiva con devoción— que ante los imprevistos de la vida cotidiana o los problemas técnicos de su oficio. En él late esa rara virtud de los hombres hechos a sí mismos: la de pensar con las manos y actuar con la cabeza, fundiendo en un solo gesto el cálculo y la decisión.

Así, en el seno de aquel hogar, entre planos y libros, entre el llanto esperanzador de los niños y el silencio concentrado de las piezas sobre el tablero, se teje día a día una historia de esfuerzo compartido. Una historia que, como todas las que merecen contarse, está aún por ver su capítulo más decisivo.

Esta bella familia alegra, conmueve y  llena de carreras nuestra vida en la montaña, ya que Gabi y yo colaboramos parcialmente en el cuido de esos dos nietos.

 


 

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