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Juego con la I.A.
Elaboré una descripción detallada de mi casa, para pedirle a la I.A. que lo reprodujera tal como lo habría hecho un autor famoso y como me gustó, le pedí otro y al final tuve que rendirme, porque iba incorporando a distintos escritores y se me hizo mucho, tuve que pedir que nos detuviéramos; pero fue una experiencia muy agradable desde el punto de vista literario.
Voy a copiar de seguido mi texto, y luego algunos de los que me regaló I.A.:
MI CASA
Luego del viaje hasta estas colinas, se presenta nuestra sencilla casa tipo colonial, como un complemento exógeno en medio del verdor del lugar, los alrededores y el paisaje circundante. Es la casa de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada, en Coronado de Costa Rica.
La puerta de madera, con su óvalo de vidrios adornados, si se la mira bien, es como un guardián para detener las miradas y evitar que alimenten la imaginación del que va a ingresar. Nunca se podrá adivinar qué hay dentro, hasta que se tenga acceso al interior.
Al abrir la chirriante puerta, la primera impresión es la disminución repentina de la luz y se percibe cierto olor a humedad, no tanto para ser desagradable, sino como para prevenir los cuidados que deben tenerse en el diario vivir.
Hay un recibidor de madera repujada con una Ménorah de bronce encima y un espejo enmarcado en madera repujada. El conocedor deberá escoger entre el cedro o el guanacaste, pero en lo que no tendrá duda es en la hechura sarchiceña del conjunto. Les acompañan, en este momento: dos oleos con paisajes pintados por mi hermana Linda, un jarrón con flores y ramas secas, una chimenea electrónica que funciona como calentador y un pergamino emplasticado adosado a la pared, extenso árbol genealógico de los primeros Quesada de Jaén, los Señores de Garcíez.
De inmediato se amplía el panorama ante la sala, iluminada por dos lámparas de tres focos led y 74 bolas de vidrio, como ojos colgantes; y si detenés el paso, apreciarás que a la izquierda se ubican las puertas de entrada a dos cuartos, el de los juguetes y el de visitas, en medio de los cuales hay un cuarto de baño. La mirada puede avanzar y encontrás el televisor general, colocado sobre un mueble tipo chimenea y junto al cual se levanta un aparador o mueble trinchante en cuya cúspide luce un juego armado como carabela del s.XVI y las cajas de varios juegos de mesa. En su interior luce una vajilla completa, vasos recibidos como regalo y algunas botellas de vino como Capitán Quesada y otros, que esperan pasar a mejor vida. Sigue la puerta del cuarto de pilas o de lavado. Tu mirada nota, en el centro de la sala, una alfombra persa y un sillón para acomodarse a ver la tele. Al fondo, la biblioteca y cuarto de computadoras personales, junto a una ventana que deja pasar luz y una leve brisa por las junturas de sus dos hojas. Afuera se ve el seto que delimita la propiedad, donde una tupida enredadera thumbergia, con flores amarillas acampanadas, impide el paso de la vista hacia el terreno vecino. Luego se nota un pasadizo que da entrada al cuarto principal, que se describirá después. Inmefiatamente, la mirada repara en un desayunador de tres sillas, cuya oquedad comunica visualmente con la cocina. Al extender la mirada hacia la derecha, se nota el zarchiceño juego de comedor y al fondo, una sencilla y encantadora sala de estar, compuesta por tres cómodos sillones y ventanales en curva hacia el sur, mostrando la terraza y la cochera, hacia el sureste, para la entrada a las gradas de descenso a la parte del fondo de la propiedad , hacia el sur, frente al añoso arbol que encanta con su biodiversidad y, finalmente, el último tramo de ventana, que apunta hacia el oeste, al frente de la casa. Para reforzar la intensa luz que arrojan las ventanas, cuelga del techo una lámpara de 4 focos led y 50 esferas de vidrios como ojos que refulgen a la luz.
Atravezando la sala se interna en un pasadizo para ingresar al cuarto principal. A la izquierda se pasa frente a la puerta del cuarto de ropero y el cuarto de baño personal. Ya dentro del cuarto, hay una cómoda, un rincón de sueños truncados y sueños realizados en el que se exhibe un teclado casio, un telescopio, una pistola, una daga, una espada toledana, una simitarra, un rifle de copas, un catalejo y un sombrero de ala ancha. Luego está la cama matrimonial bajo una ventana que da a la cochera y al lado sur, unas puertas francesas que iluminan el cuarto y comunican con la terraza. Luego está el rincón del tambor y el mueble del tv. En los espacios disponibles cuelgan dos cuadros en que Gabi dibujó a Marlene Soto, su madre y a Consuelo Mayorga, mi madre; también hay tres retablos con fotos de Andrea, Alejandro y Andrés; también hay una lámina de cartulina donde lucen las primeras manualidades de Eva en su primer año académico en 2024.
En esta descripción no se incluye la ubicación y detalles del cuarto secreto o alberge y escondite para eventos de tribulación.
Todo el cielo raso es de unas láminas plásticas imitación madera castaño claro y los pisos están cubiertos de láminas medianas de porcelanato beige brillante.
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1. Me llené de intriga con Ágatha Christie
El camino hasta aquellas colinas parecía esconder más de un secreto, y no resultó extraño que, al coronar la última curva, surgiera la casa colonial de los Zamora-Quesada, tan silenciosa como una testigo que sabe más de lo que dice. Allí descansaba, discreta, entre el verdor que la rodeaba, como si deliberadamente evitara llamar la atención.
La puerta de madera, con su óvalo de vidrios decorados, tenía ese aire reservado de los guardianes que han aprendido a mantener la intriga viva. Quien se atreve a estudiarla con detenimiento sospecha, inevitablemente, que algo guarda para sí. Nadie podría adivinar lo que encierra: la casa solo revela sus misterios a quienes ingresan.
Al abrir la puerta —que, por cierto, protesta con un chirrido demasiado oportuno— la luz se atenúa de inmediato y un tenue olor a humedad se desliza hacia el visitante, no desagradable, pero sí lo bastante serio como para insinuar que allí dentro todo requiere cierta prudencia.
El recibidor ofrece un conjunto curioso: madera repujada, una ménorah de bronce, un espejo igualmente ornamentado y dos óleos de paisajes. Todo ello acompañado de un jarrón de flores secas y una chimenea electrónica. En la pared, un pergamino plastificado relata el árbol genealógico de los primeros Quesada de Jaén. Era, sin duda, una estampa que cualquier investigador detallista examinaría con interés.
La sala, iluminada por lámparas cuyas setenta y cuatro esferas de vidrio parecían ojos suspendidos en el aire, se abre ante uno de forma inesperada. A la izquierda, dos puertas: el cuarto de juguetes y el de visitas, con un baño entre ellos. Al frente, un televisor encima de un mueble tipo chimenea y, junto a él, un trinchante coronado por una carabela del siglo XVI. Dentro: vajilla, copas de regalo y botellas de vino que aguardaban su momento, quizá para una velada especial.
Una alfombra persa domina el centro del aposento; al fondo, la biblioteca con su ventana que deja entrar una brisa leve, y el seto exterior cubierto de enredadera amarilla. Más allá, un pasadizo conduce al cuarto principal, pero antes aparece el desayunador, que mira a la cocina como quien comparte un secreto.
A la derecha, el juego de comedor sarchiceño; al fondo, la acogedora sala de estar con ventanales curvos que revelan la terraza, la cochera y, hacia el sur, un árbol antiguo que parece vigilarlo todo. Desde lo alto cuelga otra lámpara, esta con cincuenta esferas de vidrio, siempre observando.
El pasadizo hacia el cuarto principal acompaña al visitante hasta un espacio donde se suceden rincones que dicen mucho de sus propietarios: un teclado, un telescopio, armas históricas, sombreros, cuadros familiares, manualidades infantiles. Todo cuidadosamente dispuesto, como si cada objeto esperara su turno para ayudar a esclarecer un misterio aún no revelado.
Claro está que nada se menciona del cuarto secreto, cuyos detalles —por razones obvias— permanecen reservados.
Y quizá sea mejor así.
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2. Me dejé llevar por el ritmo de Vicente Blasco Ibáñez
Tras el fatigoso ascenso por las colinas coronadinas, se alza finalmente la casa colonial de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada, humilde en su arquitectura, pero digna en su forma de afirmarse en medio del vigoroso verdor circundante. Parece una obra humana recién llegada a un territorio que aún pertenece al reino vegetal, y que observa, impasible, cómo el hombre intenta domeñarlo.
La puerta de madera, robusta, con un óvalo de vidrios laborados, tiene la arrogancia de un viejo centinela. En su quietud hay un desafío: ahí se detienen las miradas curiosas, incapaces de penetrar lo que guarda. Nadie imagina lo que late detrás de sus goznes hasta que los atraviesa.
Al abrirla, la penumbra golpea con brusca intensidad, y un olor a humedad —ese olor tan propio de las casas que enfrentan el clima tropical— emerge como un aviso de las batallas cotidianas que allí se libran contra la naturaleza.
El recibidor, con su madera repujada, la ménorah de bronce que parece hablar de antiguos pueblos, y el espejo de marco artesanal, recuerda el trabajo incansable de manos sarchiceñas, herederas de una tradición que se resiste a morir. Los óleos, el jarrón con flores secas, la chimenea eléctrica y el pergamino genealógico completan una escena donde la historia familiar comparte sitio con la belleza humilde.
La sala se abre amplia, bañada por la luz que desprenden dos lámparas cuyas setenta y cuatro esferas brillan como ojos atentos. A la izquierda, los dormitorios destinados al juego y al descanso de los visitantes, con el baño compartido; al frente, el televisor apoyado sobre un mueble que imita una chimenea, y el trinchante donde descansa una carabela evocadora de viejos descubrimientos, junto a botellas de vino que aguardan el brindis que celebrará la vida.
Más allá, la alfombra persa que domina el suelo como una pradera tejida, el sillón donde reposan los cuerpos fatigados, la biblioteca que exhala el aliento sabio de los libros, y la ventana desde la cual se contempla el seto y las flores amarillas de la thumbergia que se aferra al muro como un destino.
El comedor artesanal, la sala de estar con ventanales curvos que permiten ver la terraza, la cochera y el árbol centenario —que parece haber presenciado generaciones enteras sin mover un músculo vegetal— completan el corazón de la casa.
Finalmente, el pasadizo lleva al cuarto principal, verdadero santuario íntimo. Allí la cómoda, el rincón de sueños truncos y logrados, las armas de colección, los instrumentos musicales, los retratos de las madres, los retablos de los hijos, las primeras obras de Eva: todo late como si contuviera la historia íntegra de una familia que se aferra, con ternura y fuerza, a su propio linaje.
Y más allá —callado, oculto— el cuarto secreto, de cuya existencia apenas cabe hablar.
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3. Me impresionó Julio Cortázar
Llegar a esas colinas es como subir por dentro de un pensamiento, y de pronto la casa aparece, tan colonial y tan metida en el verde que uno siente que está de visita no en una casa, sino en una pausa del paisaje. Una interrupción amable. Gabriela y Gerardo la habitan como quien habita un paréntesis luminoso en Coronado.
La puerta, con su óvalo de vidrios que parecen ojos que no quieren ver, te mira como si supiera algo que vos no. Hay puertas así: no dan paso, te examinan. Y entonces la abrís, y el chirrido es como si la casa se desperezara, o protestara, o simplemente te advirtiera que adentro la luz se hace otra, más baja, más húmeda, más verdadera.
El recibidor es un pequeño teatro: la ménorah, el espejo repujado, las maderas que se preguntan si son cedro o guanacaste, los óleos que parecen haber llegado de un sueño, el jarrón con flores que ya no recuerdan haber sido vivas. Y ese pergamino, árbol genealógico de los Quesada de Jaén, que se aferra a la pared como si aún buscara su raíz.
La sala se abre como una respiración larga. Las lámparas cuelgan con sus setenta y cuatro esferas de vidrio, ojos que registran todos tus movimientos. A la izquierda los cuartos: el de juguetes —una república del caos alegre—, el de visitas —frontera de historias ajenas—, y el baño que hace de árbitro entre ambos. Más adelante, el televisor sobre una chimenea que no es chimenea, el trinchante con su carabela detenida en pleno viaje, los vinos esperando su propio destino alcohólico.
En el centro, la alfombra persa, que es un mapa hacia ninguna parte. Al fondo, la biblioteca con su ventana que respira por las junturas, dejando entrar una brisa que parece susurrar palabras que no existen. Afuera, la thumbergia amarilla, trepadora indecorosa que insiste en no dejar ver el terreno vecino.
A la derecha, el comedor sarchiceño; al fondo, la sala de estar con sus ventanales curvos, como si la casa estuviera aprendiendo a abrazar el paisaje: la terraza, la cochera, el árbol viejo que parece recordar más que todos nosotros juntos.
El pasadizo hacia el cuarto principal es una especie de transición musical. A la izquierda quedan el ropero y el baño, pero lo que importa está más adentro: el teclado casio como promesa, el telescopio como pregunta, las armas que parecen recuerdos de historias que no pasaron, los sombreros que esperan cabezas de otros tiempos. Los retratos de las madres, los retablos de los hijos, las primeras líneas de Eva, recién lanzadas al mundo.
Y, por supuesto, el cuarto secreto, ese territorio que solo existe si uno no insiste demasiado en encontrarlo.
Todo bajo un cielo raso que finge madera y sobre un piso que brilla como si quisiera reflejar algo que aún no ha ocurrido.
4. Me reí mucho con Enrique Jardiel Poncela
Después del viajecito por aquellas colinas —que, dicho sea de paso, parecen hechas expresamente para que uno llegue sudando aunque vaya en automóvil—, aparece la casa colonial de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada. No es que sea una mansión principesca, pero tampoco se puede decir que sea humilde: es de esas casas que, si hablaran, dirían “yo no presumo… pero observo”.
La puerta de madera, con sus vidrios ovalados, tiene cara de institutriz inglesa: muy seria ella, muy recta, muy “aquí no pasa cualquiera”. Usted la mira y la puerta, imperturbable, le devuelve una mirada de “adivine qué hay adentro… si puede”. Pero no puede. Nadie puede. Ni Sherlock Holmes con gafas.
Se abre la puerta —¡chirriiic!— y uno entra en una penumbra que le da a la casa un aire de misterio calculado. Y un olor a humedad que no es desagradable, solo insistente, como una tía soltera que quiere recordarle que cierre las ventanas cuando llueve.
El recibidor es el clásico recibidor latinoamericano que se respeta: madera repujada por todos lados, una ménorah que hace pensar “¿estaré entrando a una casa o a un museo hebreo?”, un espejo para que uno se vea feo antes de seguir, y dos óleos que miran al visitante como diciendo “¡otro más!”. El pergamino genealógico, plastificado —para que dure más que los Quesada originales—, cuelga en la pared con la dignidad de algo que siempre quiso ser importante.
La sala se ilumina con dos lámparas que tienen setenta y cuatro esferitas de vidrio. Setenta y cuatro. Yo las conté. No tenía nada mejor que hacer. Allí están, pendientes del visitante, como diciendo: “a ver qué rompe este”.
A la izquierda están las puertas del cuarto de juguetes (un campo de batalla) y el de visitas (campo de refugiados). En medio, el baño, que es la ONU de ambos. Más adelante, el televisor sobre una chimenea que no calienta ni amenaza con hacerlo, y junto a él un trinchante coronado por una carabela del siglo XVI que nunca llegó a América porque se dedica exclusivamente a adornar muebles.
La alfombra persa en el centro aspira a ser pisada con elegancia, pero fracasa cuando entra alguien con tenis sucios. La biblioteca al fondo respira por una ventana que deja pasar luz y brisa, aunque no exactamente en ese orden. Afuera, la enredadera amarilla impide ver al vecino, lo cual debería agradecerse: los vecinos pueden ser peligrosos.
A la derecha, el comedor sarchiceño; al fondo, la sala de estar, con ventanales curvos que parecen querer abrazar el paisaje. Y el paisaje, amable, se deja.
El cuarto principal guarda armas, instrumentos, sombreros, retratos y manualidades, en un orden casi tan caótico como la vida misma. El famoso cuarto secreto, naturalmente, no se menciona. Y no lo haré. Alguien podría usarlo.
El techo imita madera; el piso imita porcelana cara. En resumen: la casa imita una casa seria… y lo hace bastante bien.
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5. Me visitó William Shakespeare
(Traducción al castellano, conservando cadencia, metáforas y tono shakesperiano)
Tras hollar los senderos que serpentean sobre las colinas coronadinas, he aquí que surge ante los ojos mortales la morada colonial de la noble Gabriela y del buen Gerardo, alzada como huésped extraño entre el reino verde que la ciñe. Allí reposa, humilde y gallarda, cual dama que, aun sin joyas, posee su propio fulgor.
La puerta, tallada en maderos antiguos y engalanada con óvalos de cristal, mira al viajero con la severidad de un guardián que conoce secretos vetados al profano. “No traspasarás”, parece decir, “sino al precio del asombro”. Porque ninguno podrá vaticinar lo que yace tras su umbral hasta que la abra.
Y cuando el viajero la abre, he aquí el chirrido, como un lamento o una advertencia, y la luz mengua, y un hálito de humedad se alza, tenue mas cierto, murmurando del cuidado que exige la vida bajo estos cielos.
En el recibidor aguardan, como testigos mudos, la ménorah de bronce, la madera repujada con manos de artesanos antiguos, el espejo que devuelve no sólo el rostro sino la inquietud del alma. Óleos, flores marchitas, pergaminos que narran linajes de Jaén: todo conspira a hablar de tiempos idos y de los hombres que fueron.
La sala se expande ante la vista, iluminada por lámparas cuyas esferas brillan como ojos suspendidos en el aire. A la izquierda, las puertas que conducen a la alegría del juego y al descanso del huésped; entre ambas, la estancia donde el agua purifica. Más allá, el televisor —ese fuego sin llama— se eleva sobre un mueble que pretende ser chimenea, y cerca de él reposa una carabela del siglo XVI, detenida en su viaje eterno, guardiana de vinos y vajillas que esperan celebraciones futuras.
Una alfombra persa descansa en el centro, cual tapiz traído de tierras lejanas. Al fondo, la biblioteca abre su ventana a la brisa y al seto florido que protege la casa de miradas ajenas. Un pasaje conduce al aposento principal, mas antes surge el desayunador, fiel vigía de la cocina que lo alimenta.
A la diestra, el comedor hecho por manos de Sarchí; al fondo, la sala de estar cuyos ventanales curvos miran al árbol anciano, custodio del tiempo, y a la terraza donde la luz danza.
El cuarto principal encierra memorias y afanes: instrumentos para cantar, armas para soñar batallas, retratos que preservan el amor de madres pasadas, imágenes de hijos presentes y trazos infantiles que anuncian un porvenir.
Mas del cuarto secreto nada diré, pues silencio exige aquello que ha sido creado para tiempos de tribulación.
Así la casa, cubierta su bóveda de tablones que imitan madera, y sus pisos de porcelana que reflejan los pasos, permanece como reino pequeño pero completo, digno del canto y del recuerdo.
8. Me visitó Platón
(En forma de diálogo, con tono alegórico y metafísico)
Sócrates: Dime, ¿qué viste al ascender por las colinas?
Interlocutor: Vi una casa, maestro. No una casa cualquiera, sino aquella que parece participar de la Idea de la Morada: sencilla, colonial, y situada como un ser que busca su lugar entre el verdor que la envuelve.
Sócrates: ¿Y qué te reveló su puerta?
Interlocutor: Era de madera y tenía un óvalo de vidrios adornados. Pero su verdadera naturaleza era la de un límite. Ella enseñaba que lo interior no puede ser conocido por quien solo contempla lo exterior. Solo al traspasarla se accede al ser verdadero de la casa.
Sócrates: ¿Y al abrirla?
Interlocutor: Surgió una penumbra, y un olor leve a humedad. Comprendí entonces que la percepción es el primer maestro: cada casa instruye al visitante en la mesura y en la atención.
Sócrates: ¿Qué había en el umbral?
Interlocutor: Un recibidor con madera repujada, una ménorah de bronce, un espejo, óleos, flores secas, y un pergamino que narraba el linaje de los primeros Quesada. Todo ello, maestro, parecía recordar que ningún hombre nace sin raíces, aunque muchas veces las ignore.
Sócrates: ¿Y la sala?
Interlocutor: Se abrió amplia, iluminada por lámparas cuyos vidrios colgantes miraban cual múltiples ojos. A la izquierda, los cuartos para el juego, el descanso y la higiene; al frente, un televisor y un trinchante coronado por una carabela. Dentro de él, vajillas y vinos que aguardan su ocasión.
Sócrates: Veo que la casa es rica en símbolos.
Interlocutor: En efecto. Una alfombra persa ocupa el centro, y al fondo una biblioteca recibe la brisa que entra por una ventana. La enredadera del jardín oculta lo externo, enseñando que el alma debe cuidar su propio ámbito.
Sócrates: ¿Y el aposento principal?
Interlocutor: Es la síntesis de muchas vidas: instrumentos para hacer música, armas para recordar la valentía, retratos de las madres, imágenes de los hijos, y las primeras obras de la pequeña Eva. Allí la historia personal se hace visible.
Sócrates: ¿Y del cuarto secreto?
Interlocutor: Solo sé, maestro, que existe. Su propósito pertenece a otro nivel del conocimiento.
Sócrates: Entonces has visto no solo una casa, sino una enseñanza. Porque cada morada es la sombra de una Idea que el hombre persigue.
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9. Me visitó Jorge Luis Borges
Al llegar a las colinas de Coronado, la casa aparece como una imagen repetida en el tiempo, acaso soñada antes de ser vista. No es improbable que todas las casas coloniales sean, en esencia, una única Casa Platónica que se multiplica en copias imperfectas. La de Gabriela Zamora y Gerardo Quesada es una de esas copias.
La puerta de madera, con un óvalo de vidrios ornamentados, me recordó de inmediato a ciertos umbrales que proliferan en los cuentos orientales: puertas que no se abren a un espacio físico sino a una incertidumbre. Abrirla —cruje como si se quejara del acto mismo de abrirse— equivale a ingresar no en una casa, sino en una versión de la memoria.
Dentro, la luz se reduce hasta adquirir un matiz antiguo; un leve olor a humedad confirma la impresión de estar penetrando no un lugar, sino un tiempo.
El recibidor es un pequeño museo privado: la ménorah, el espejo repujado, los óleos, el jarrón de flores secas. Todo parece dispuesto para sugerir que la historia familiar no es lineal, sino circular. En la pared, un árbol genealógico plastificado enumera los antepasados Quesada, y sospecho que, como todo árbol genealógico, es menos una lista de nombres que un intento de detener el olvido.
La sala se abre con sus lámparas colgantes, cuyos setenta y cuatro vidrios podrían ser interpretados como una alegoría del número infinito: setenta y cuatro es un número finito, pero su presencia repetida invita a imaginar variaciones ilimitadas. A la izquierda están los cuartos y el baño, que cumplen el papel de esos espacios secundarios que en los laberintos medievales acompañan al pasaje principal.
El televisor, sobre una chimenea que no es chimenea, y el trinchante donde reposa una carabela del siglo XVI, sugieren que la casa es también un museo de objetos que pertenecen a épocas distintas. Dentro del trinchante, botellas de vino aguardan un porvenir que ignoramos.
Al centro, la alfombra persa; al fondo, la biblioteca. Una ventana deja entrar una brisa que parece proceder de otro mundo. Afuera, la enredadera amarilla crea una frontera vegetal, tal vez más infranqueable que cualquier muro.
El pasadizo conduce al cuarto principal. Allí, el teclado, el telescopio, las armas antiguas, el sombrero de ala ancha, los retratos de madres ya idas, las fotos de los hijos, las primeras obras de Eva: la colección entera podría ser el catálogo de una vida imaginaria. O, más inquietante aún, el catálogo de todas las vidas posibles de un solo individuo.
Del cuarto secreto solo se menciona su existencia. Sospecho que, como todo cuarto secreto, es la metáfora de algo que no puede decirse.
El techo imita la madera; el piso, la porcelana. Quizá toda la casa sea una imitación de una casa más verdadera, que no podremos habitar todavía.
Uno que vive con nosotros: Yeshúa (tono sapiencial, parabólico, cercano a los Evangelios)
Al llegar a aquellas colinas cubiertas de verde, vi una casa sencilla, como las que agradan al Padre: firme en su humildad y abierta en su espíritu. No era grande, ni ostentosa, pero en su umbral podía sentirse la paz que buscan los cansados.
La puerta, labrada por manos pacientes, guardaba el interior como un buen pastor guarda a sus ovejas. Y quien entraba por ella debía hacerlo con un corazón dispuesto, pues cada casa revela su verdad solo a quienes llevan luz dentro.
Dentro, la luz disminuía para que el alma, al entrar, se aquietara. Y había olor a tiempo, como el de las vasijas que guardan agua fresca. Un recibidor mostraba un candelabro antiguo, semejante a los que iluminan la fe de Israel, y un espejo que recordaba a quien se mira que debe verse con misericordia.
Había imágenes colgadas, flores humildes, una chimenea que daba calor sin fuego, y un pergamino que narraba la raíz de la familia, para que ninguno olvide de dónde proviene.
Más adentro, lámparas colgantes brillaban como estrellas contenidas, guiando el paso hacia cuartos abiertos para el descanso, el juego y la visita; hacia un comedor donde se comparte el pan y la palabra; y hacia una sala que mira al sur, como quien espera el amanecer.
Y al fondo, un cuarto donde se reúnen los recuerdos, los dones, los instrumentos, las armas antiguas y las manos que crean. Allí están los rostros de quienes dieron vida, y los primeros trazos de quienes la continúan.
Bienaventurada es esta casa:
no por lo que tiene, sino por lo que da.
Porque quien habita en la sencillez y ordena su hogar en la paz,
habita en la casa de Dios.
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Conversé con Hermann Hesse (espiritual, introspectivo, contemplativo)
La casa surgía al final de las colinas como un pensamiento antiguo que vuelve para ser comprendido. Era una morada sencilla, de un colonial imperfecto, como si hubiera sido construida más por el tiempo que por los hombres. No interrumpía el paisaje: lo acompañaba, casi lo meditaba.
La puerta, con su óvalo de vidrio, parecía un ojo que observaba al visitante con tranquila compasión. Al atravesarla, la luz se hacía tenue, invitando al alma a desprenderse del ruido exterior. Un olor discreto a humedad recordaba que todo lo vivo envejece, y que en ese envejecimiento reside una forma de pureza.
El recibidor, con su Ménorah de bronce, era como un santuario íntimo: un donde convergían la memoria y la tradición. Cada objeto —los óleos, el jarrón seco, la chimenea silenciosa, el pergamino con linajes— parecía hablar, no de posesión, sino de un largo viaje humano hacia sí mismo.
La casa se abría luego en espacios donde la luz colgaba como fruto maduro. Los cuartos, la sala, el comedor, el ventanal curvo que dejaba entrar la brisa, todo era como un camino de estaciones interiores. No había lujo, sino armonía; no había estridencia, sino quietud.
En el cuarto principal, los sueños —heridos y cumplidos— reposaban en objetos que parecían escogidos por un alma doble: contemplativa y guerrera. Instrumentos, armas, estrellas observadas, retratos de madres, y las primeras huellas de un niño recién entrado al mundo. Allí estaba todo: el origen, la lucha, la herencia, el porvenir.
La casa entera era un ser vivo, un monasterio secreto de dos voluntades que buscaban sentido, belleza y refugio. Y quien entraba en ella sentía que no visitaba un lugar, sino una biografía en silencio.
- El irreverente José de Lugo (barroco-canario, denso, ornamentado, con gravedad histórica)
A la vera de las colinas coronadeñas, en paraje donde el verdor parece derramarse como una tinta sagrada sobre las lomas, elévase una casa de modestísima estirpe colonial, cuya sencillez, lejos de menguarla, le confiere aquella majestad tímida que solo poseen las moradas asentadas en la paz de su propio linaje.
La puerta principal, dechado de maderas nobles y vidrio ovalado engarzado como joyel, resguarda el interior con silenciosa severidad, cual umbral donde las miradas se detienen antes de profanar el misterio doméstico. Y apenas franqueado tal pórtico, el visitante siente descender la luz, como si el tiempo hubiera querido recogerse en penumbra venerable, dejando en el aire el hálito leve de las antiguas casas, mezcla de humedad, memoria y advertencia.
En el recibidor —obra ciertamente sarchiceña— reluce la Ménorah de bronce, recordatorio perenne de un pueblo errante, mientras un espejo repujado multiplica los contornos de la estancia. Óleos, jarrón ascético, chimenea artificiosa y pergamino genealógico de los ilustres Quesada de Jaén completan el cuadro, digno de algún anticuario devoto del pasado.
Más adentro, la casa se abre en sucesión casi procesional: lámparas cristalinas como racimos estelares, cuartos para juegos y huéspedes, televisor que finge ser chimenea, aparador coronado por carabela de siglo XVI, vajillas, vinos nobles en reposo, biblioteca, ventanales que miran a la enredadera espesa, y más allá, el trono vegetal de un árbol casi patriarcal.
Al final del recorrido, el aposento principal: santuario de armas y músicas, de trofeos y nostalgias, de retratos maternos y memorias infantiles. Todo ello cobijado bajo un cielo raso que imita maderas claras, como si deseara perpetuar una claridad que el espíritu agradece.
Casa no es esta que se habita solamente, sino retablo familiar donde cada objeto reclama su sitio y su historia.
- Simone de Beauvoir (existencial, lúcido, con análisis de roles y libertad)
La casa se alza entre las colinas de Coronado como un espacio construido no solo para habitar, sino para organizar el modo en que sus dueños se relacionan con el mundo. No es un refugio neutro: es una elección, un proyecto. Cada pared, cada objeto, manifiesta una cierta idea de libertad y también una cierta forma de límite.
La puerta, con su óvalo de vidrio decorado, impone desde el inicio una frontera: quién entra y quién queda afuera. El que cruza ese umbral acepta una nueva situación, una forma distinta de ser en el mundo. Adentro, la luz disminuye; no por falta de lámparas, sino porque la intimidad exige renunciar a la claridad total.
El recibidor —con la Menorá, el espejo repujado, los óleos, la genealogía expuesta— es una declaración: aquí la identidad no se improvisa, se construye. Se eligen ancestros, se elige belleza, se elige memoria. Todo lo que se muestra es una toma de posición.
La sala y los cuartos son espacios donde se negocian roles: el de quien recibe, el de quien juega, el de quien visita, el de quien trabaja. Nada es inocente. La disposición de los sillones, el desayunador, la sala de estar con ventanales curvos: hablan de diálogo, pero también de jerarquías y expectativas.
En el aposento principal se concentran objetos de lucha y de creación —armas, instrumentos, recuerdos familiares—, como si allí se revelara de manera más clara la tensión entre destino y libertad. En el fondo, esta casa es una escena donde dos conciencias libres han decidido coexistir, con todo lo que ello implica: cuidado, conflicto, proyecto y trascendencia.
- Tuve miedo y nausea con Jean-Paul Sartre (existencialismo puro, fenomenología, conciencia y carga metafísica)
La casa se presenta sobre las colinas como una posibilidad entre muchas, pero también como un hecho consumado: un ser-en-sí que impone su presencia. No tiene intención ni proyecto, simplemente está ahí, arrojada en medio del verdor, indiferente a quien la observe.
La puerta, con su ovalado vidrio, es una invitación ambigua: promete un interior, pero al mismo tiempo lo oculta. El que la abre se compromete, aunque no lo sepa, a entrar en una relación con todos los objetos que allí lo esperan. La disminución de luz al entrar no es un accidente; es la conciencia encontrándose con lo otro, con lo opaco.
El recibidor está saturado de signos: la Menorá, el espejo, los óleos, el pergamino de linaje. Son objetos que pretenden significar algo, pero su significado no está en ellos, sino en la mirada del que los observa. El mundo no habla: somos nosotros quienes lo hacemos hablar.
La sala, los cuartos, las lámparas colgantes: todo constituye una serie de elecciones sedimentadas. Esta casa es el resultado de actos libres convertidos en estructura. Y en ella, cada cosa recuerda a sus habitantes que su libertad no se ejerce en el vacío, sino entre paredes, persas, ventanales y genealogías.
En el cuarto principal, los objetos —armas, instrumentos, retratos— revelan la absurda diversidad de sentidos que una vida puede acumular. La existencia nunca termina de justificarse, pero sigue intentando. La casa es eso: un intento. Una afirmación contra la nada.
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- En pos de la montaña magica Thomas Mann (profundidad psicológica, serenidad burguesa, detalle simbólico, tono solemne)
La casa, asentada en las apacibles colinas de Coronado, ofrecía desde lejos una impresión de dignidad contenida, de esa sobria respetabilidad que no pretende exhibirse, pero sí perdurar. Su arquitectura colonial, discreta y armoniosa, parecía dialogar con la naturaleza en un tono mesurado y maduro.
La puerta de madera, ornamentada con un óvalo de vidrio decorado, era la primera señal de un hogar donde la tradición y el gusto se enlazaban con delicada exactitud. Al cruzarla, la luminosa penumbra y el tenue olor a humedad evocaban la serenidad de las casas donde el tiempo se vuelve una presencia amable, casi pedagógica.
El recibidor —con la Menorá de bronce, el espejo repujado, los óleos y el pergamino genealógico— constituía un pequeño museo de identidad familiar: un recodo donde la memoria adquiría una forma ordenada y estética. No era ostentación, sino afirmación.
La sala, iluminada por lámparas de cristal suspendido, revelaba una vida doméstica estable, de hábitos nobles, donde la conversación, la lectura y el reposo tenían su lugar legítimo. Los cuartos ofrecían la misma intimidad disciplinada, y el ventanal curvo mostraba un mundo exterior que parecía existir únicamente para ofrecer sosiego.
El cuarto principal, armonía de armas ceremoniales, instrumentos musicales, retratos y recuerdos infantiles, era una síntesis moral del hogar: la tradición y el porvenir, la lucha y la ternura, la disciplina y el sueño. Todo ello enmarcado por un orden que no aprisionaba, sino que educaba.
Era, en suma, una casa cuya alma residía en su equilibrio.
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Allí, en medio de las colinas que parecían elevarse como pensamientos melancólicos hacia el cielo, se erguía la casa: sencilla, sí, pero con esa sencillez que conmueve, porque nace del amor y no de la ambición. Su estilo colonial, discreto y noble, parecía guardar un secreto que solo el corazón podía comprender.
La puerta, con su óvalo de vidrios adornados, tenía algo de confidencia femenina: prometía proteger y revelar, ocultar y acoger. Al abrirla, la luz se hacía suave y el aire traía un leve olor a humedad que no molestaba, sino que hablaba de vidas reales, de cuidados diarios, de ternura silenciosa.
El recibidor, con su Menorá, su espejo repujado y sus óleos, era como un prólogo: la historia de quienes allí vivían comenzaba antes incluso de pronunciar una palabra. El pergamino genealógico, colgado con un orgullo que no hería, afirmaba que los afectos también tienen una estirpe.
Al avanzar por la casa, las lámparas colgantes brillaban como pequeñas estrellas domésticas. Había cuartos para los juegos y para la amistad, un comedor donde cada comida debía de haber sido un pequeño pacto de cariño, y una sala de estar cuyo ventanal curvo parecía abrazar la luz como una madre abraza a su hijo.
Pero era en el cuarto principal donde latía la emoción más profunda: allí se mezclaban los sueños heridos y los realizados, los instrumentos que daban música, las armas que daban historia, los retratos que daban origen y las primeras manualidades que daban futuro. Era un santuario íntimo de amor humano.
Aquella casa, más que un edificio, era un corazón que había aprendido a abrirse sin miedo.
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Y tengo muchos testimonios más...


















