2025
Novela:
REVELACIÓN 6N LA CABAÑA
 A MANERA DE PRESENTACIÓN.
Una novela no necesita presentación, porque el autor solo desea hacer pasear al lector por mundos, pasajes y escenarios inasibles y ajenos a su imaginación personal.
El secreto del autor está en saber poner la música adecuada, dar los pincelazos según la cromática requerida y poner las palabras con cadencia y sinceridad; aquella sinceridad que el lector convenga en aceptar en medio de su afán por perderse entre la trama elaborada para él.
Tomé hechos reales, los mezclé y les apliqué varias capas de "desfiguración", de manera tal que alguien mismo que haya vivido éstos, difícilmente estaría en capacidad de reconstruir cada hecho, o marcar qué fue real y qué es fantasía.
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 Nota final:
Este relato está basado en muchos hechos reales, pero la tequiosidad del autor no pudo ser detenida para mezclar los acontecimientos con fantasías que se intercalaron para dar amenidad e intriga a la historia.
Todos los personajes, excepto Juan de Dios, existieron y algo tuvieron que ver en esto, solo que fue conveniente disfrazar algunos nombres pues uno no sabe nunca si a alguno le gustará lo que uno pone de él. 
Para caso extremos y para abusar de la descripción de personajes es mejor cubrirse apropiadamente, como quedó en evidencia en mi anterior libro: EL DOCUM5NTO DE FARERDI. En este caso, tanto el autor como los personajes son irreconocibles, excepto cuando inserto pasajes, también imaginarios, como los músicos.
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FRAGMENTOS HISTÓRICOS:
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 Ya para ese momento, la mente de Enrique volaba hacia un pasado no muy reciente, recordando cómo se había hecho muy amigo de Norma.
"Habían compartido largas charlas en las oficinas y pasillos, entre risas y confidencias que poco a poco fueron tejiendo una amistad sincera.
Nunca olvidaba la mirada de ella, la vez que una funcionaria de Recursos Humanos andaba, de puesto en puesto, recolectando la inicial manual de cada empleado para levantar un registro completo; ellos estaban conversando en el mostrador de la sección Administrativa. Y, con esos incontenibles e inexplicables arrebatos que salen del corazón juvenil, él registró una N como su inicial, y entonces, ella, una G; ambos riendo y mirándose a los ojos. Flotaba en el aire un romanticismo extra laboral y ellos sellaban, en ese momento y a sus 21 años, un pacto por el resto de sus vidas bancarias, al someterse a escribir constantemente, aquella enlazadora inicial. Ellos quedaron mirándose un largo lapso, y no se sabe qué pensaba ella, mas él, disfrutaba de sumergirse en su mirada, de sentir el aroma de ella e imaginar lo que sería saborear esos labios tan llenos de feminidad. Ese registro era muy útil y necesario, pues, muchos documentos, copia del original, quedaban firmados solamente con la inicial de la persona, y muchas veces, no era fácil identificar de quién se trataba; ahí entraba a funcionar el registro. 
Se llevaban muy bien, aunque solo se conversaban en el banco; la turgencia de sus formas femeninas no era un resplandor que hiciera perder la cordura a Enrique, pero pareciera que ambos daban por descontado que algún emocionante momento los uniría y ello les permitía disfrutar la emoción de sus encuentros sin mayor desasociego. Al parecer ninguno acostumbraba "quemar etapas" y por ello nunca se habían tenido que arrepentir de malas decisiones, a la vez que se daban espacio y tiempo para ver en detalle lo que tenían al frente.
Aquellos días parecían ahora lejanos, envueltos en una bruma de nostalgia que el corazón no quería olvidar pero el destino no podía desenterrar.
Y un día, un gran acontecimiento dañó esa bella amistad, pues una fecha que no debió existir jamás, ella se marchó para México y él nunca sanó ese dolor. Unas circunstancias acercan a las personas, y otras circunstancias hacen la distancia; y si alguna de las dos personas no da el paso providencial, serán víctimas de dramáticos vaivenes.
A los meses, se hablaron por teléfono unas cuantas veces, pero la distancia, el ruido del ambiente laboral y la interferencia de la línea telefónica incrementaban el muro que lenta e inexorablemente, entre ellos se levantaba. 
Unas cartas y unas fotos fueron la única manifestación física entre los dos; hasta que un día convinieron en que ella iba a llamar a la casa de sus papás, para que él estuviera presente y pudieran hablar más serenamente.
Llegó el ansiado día, y le correspondió a Enrique presentarse personalmente ante doña Cordelia y don Segundo, así como con la hermana menor, Alejandra.
Bebieron un café acompañado de unos pastelillos mientras conversaban y esperaban la llamada internacional.
La llamada fue muy emotiva, los familiares lloraron mientras se aglutinaban alrededor del teléfono, y cuando le tocó el turno a Enrique, él tuvo que contener sus lágrimas, porque también fue embargado por la emoción. La conversación fue distante y poco emotiva, pues, aunque los familiares se retiraron a prudente distancia, doña Cordelia siguió junto a la mesa del teléfono, donde estaba tejiendo una bufanda que le iba a mandar a Norma para la llegada del invierno.
No podían evitar preguntarse si aquello que habían sentido entonces fue solo amistad, o algo más profundo que nunca se atrevieron a confesar. Muchas interrogantes no fueron formuladas en ese momento y posiblemente jamás serian pronunciadas.
Cuando Norma regresó a Costa Rica se vieron un par de días en su casa, conversando amenamente con doña Cordelia; y luego, a ella se le terminó el permiso laboral y regresó al bancosta.
Las ocupaciones laborales absorbieron esa relación, y aunque siempre se trataron muy bien y con cariño, sus caminos no llegaron a juntarse, como habría sido de esperar por el cariño que se tenían.
Sin embargo, con el paso del tiempo, las cosas se fueron debilitando, y aquella bella amistad empezó a llenarse de silencios incómodos y de alejamientos involuntarios que drenaron la juvenil energía que todos les admiraban."
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 _Ah, no ando en ese tipo de trabajos, solo quiero saber más de La Rosalinda; es que hay una dama de ahí, que me interesa.
Habiéndose acortado el preámbulo, Enrique estuvo de acuerdo en hablar de ello, pues se despejó el ambiente de duda en cuanto a las misteriosas pesquisas de Salvador.
_Ya te había contado de una muchacha que llamaba preguntando por el trámite de los cheques de la floristería. Empezamos una amistad muy bonita y ahora ella pide permiso a jefe para venir a retirarlos, y así nos vemos en persona.
Ella es muy bella persona, de suave hablado, muy pulcra en el vestir y con una voz muy que me pone romántico de inmediato.
_Yo conozco a algunas, porque ahí compro arreglos "cada muerte de obispo", _dijo Enrique, queriendo averiguar de quién se trataba, _y Ana María Mora encaja con esa descripción que me diste.
Salvador sonrió a la vez que se arrecostaba más en la silla y estiraba su cuerpo, _¡Ella es!
Hemos ido varias veces a tomar café a Merayo y La Gloria, pero no había logrado salir al cine o a bailar. 
Al principio me decía que no le gustaba llegar de noche a Alajuelita, y por eso me adapté a esa restricción.
Un día quedamos en vernos un día feriado en la mañana, pera ir de paseo hasta la tarde, y así fue; nos encontramos ese día frente a la Pastelería Budapest y caminamos hadta el costado este de la Caja.
Ahí, tomamos el bus de Tres Ríos. Íbamos en asiento para dos, tomados de la mano, abrazados y besándonos. El viento que entraba por la parte superior de la ventana hacía flotar su larga y sedosa cabellera, dándole un aire todavía más juvenil a ella.
Yo tenía todo planeado, al llegar al parque, entramos a una pulpería a comprar algunas cosas y me la llevé por la calle de la escuela, pasamos un puente y tomamos el camino de tierra que atraviesa los cafetales de los Tinoco, los Mayorga y los Malavasi; luego, empieza a trepar la montaña La Carpintera y a estrecharse para dar paso únicamente a las carretas de bueyes.
Yo le ofrecí llevarla hasta La Piedra del Encanto, casi en la cima, pero en el camino nos detuvimos y entramos a un cafetal, buscando una vista panorámica de la ciudad y las montañas del frente. Desde el mirador, iba a enseñarle la recta de San Rafael y la bella casita de las Mayorga, el Seminario en la cima de un monte, el parque de Tres Ríos, el beneficio de café, la fábrica de jabón, pero todo se esfumaría por el aire de romanticismo que nos rodeaba.
Encontramos un lugar pedregoso y nos sentamos en un pradito; sacamos los refrescos y unas galletas, nos sentamos y empezamos a hablar y besarnos. Me gustaba verla a los ojos; ella tenía una mirada escurridiza, mas no de insinceridad o desinterés, sino algo muy tierno que yo catalogaba como de temor, humildad o autoprotección de sus propios sentimientos.
Estábamos sintiendo deseo de estar más cómodos, y ante mi insistencia y forcejeo, ella me reveló que "estaba con el período" y que era mejor marcharnos.
Entré en cólera, porque se nos echó a perder el paseo por falta de planificación de ella; y para colmo, me confesó que a pesar de que me quería mucho, ella estaba casada con un muchacho muy bueno, que trabajaba en el I.N.S.; ¡esa fue la gota que derramó el vaso!
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    Más de uno sabía guardar secretos firmemente, pensaba Enrique, mirando disimuladamente a Daniel, pues varias veces lo había visto, pasadas las siete de la noche, conversando con el vendedor de aguacates que tenía su tramo en la esquina diagonal sureste del banco, en la acera de la Panadería Schmidt.
Lo que Enrique ignoraba es que precisamente en esa panadería trabajaba una muchacha que Daniel estaba cortejando. Daniel era muy quitado a divulgar esa amistad, y entonces se cuidaba mucho de que lo vieran, y entonces se ubicaba en las afueras de La Voz de la Víctor, en la acera del frente. Ahí podía ver a la muchacha en su ir y venir atendiendo clientes, y cuando la veía caminando hacia la puerta de salida, se cruzaba y se marchaban por la avenida segunda, hacia el Parque Central.
Ella era conocida por muchos empleados bancosta, pues muchos iban a comprar pan y pastelería alemana y su amplia sonrisa le ganaba simpatías. Su nombre era Mirna Hernández M. y vivía en Goicoechea.
Casi siempre, la rutina de ellos era marcharse juntos, conversando y compartiendo ideas, sueños y comentarios que fortalecían su relación, pues reforzaban el recuerdo de sus encuentros y los momentos que ellos valoraban.
Algunas veces acercaban mucho sus cuerpos mientras avanzaban lentamente y mirándose a la cara, tanto que al poco tiempo él posó su mano por sobre los hombros de ella y caminaban así, abrazados.
Cuando iban a una soda, se sentaban a la par y se tomaban de la mano.
Daniel soportaba esta situación, literalmente la soportaba porque él deseaba mayor celeridad en los acontecimientos, y esa impaciencia se calmó un poco el día que pudo darle un beso, lo cual desencadenó una andanada de besos en un sector oscuro de la calle.
Él la dejaba ante el bus de Guadalupe, El Alto o Setillal, pero no había logrado ser invitado a viajar con ella y dejarla a la entrada de la casa. Él pensaba que no la iba a hacer pasar un mal rato si el barrio o la vivienda eran muy humildes.
Un día, ella aceptó salir con él en un día libre, y se fueron para El Bosque Encantado, en La Garita de Alajuela.
Era un lugar encantador, y ella estaba muy agradecida con el paseo. Tomados de la mano y besándose, paseaban por los solitarios senderos, buscando el lugar más solitario para detenerse y permanecer ocultos, pero Daniel ignoraba que ella no deseaba arruinar un momento tan inocente y romántico corriendo un riesgo bochornoso.
Como el restaurante estaba cerrado, tomaron el bus hacia Alajuela y ahí almorzaron en la Soda La Torcaz, la que estaba llena de jóvenes que para ellos eran desconocidos.
Al regresar a San José, ella se despidió tiernamente y abordó el bus, pero Daniel tenía su plan. Caminó rápido hacia la puerta trasera y se subió discretamente. Desde el asiento trasero, casi ni miraba el paisaje, pues su mirada iba ceñida en la hermosa cabellera negra de ella, no fuera que por descuido, se bajara ella sin que él lo notara. Ya había empezado a oscurecer y esa condición climática favorecía su papel de perseguidor.
Al entrar a Zetillal, ella dejó pasar dos paradas de bus y tocó el timbre en la siguiente. Se bajó y avanzó hacia un puentecito, dándole la espalda al bus, situación que aprovechó Daniel para hacerse lanzado en el momento que el bus iniciaba la marcha.
En ese pequeño puente había un hombre esperando a Mirna. A la distancia y por la luz escasa, no era posible notar si era un joven o un adulto, por lo que Daniel siguió caminando hasta ver el encuentro, so riesgo de ser sorprendido.
Cuando ella llegó ante el hombre, detuvo su caminar, con los pies juntos y tomando la cartera con ambas manos, y ese hombre la tomó por los hombros y la besó en la boca, ¡en la boca!
Daniel no pareció inmutarse y se marchó para su casa; pero el asunto no quedó ahí. Él había tenido muchas aventuras y su corazón estaba curtido, por lo que simplemente dejó para más adelante la resolución de este caso.
A la siguiente entrevista, de camino hacia la estación del bus, le propuso a Mirna ir a un lugar más íntimo y pedir de cenar, pero para ello deberían contar con unas cuatro horas nocturnas. Ella no pudo negarse y todo quedó planeado para el martes siguiente. Ella sería de él entre las 7 y las 11 de la noche. Daniel se iba a dar por pagado ese día, ya que, aunque no era tan iluso como para echarse a morir por el engaño, se vituperaba por haber sido cándidamente engañado. Se propuso que luego del encuentro, la dejaría ante el bus, no sin antes decirle que sabía que era casada y que no importaba, que seguiría con ella, pero adquiriendo más derechos; así, con desparpajo.
Ese día, Daniel no tenía nervios de ninguna especie, porque había vivido ese primer encuentro muchas veces, él conduciría todo el evento como un hombre de mundo.
Abordaron un taxi en el Parque Central y ella le pidió que fueran primero a Sabanilla de Montes de Oca y al llegar al Cristo de Sabanilla, le dijo a Daniel que pararan para tomar un poco de aire.
Se bajaron, se besaron y volvieron a montarse al taxi, momento en el que Daniel dijo al chofer la frase que ya este sabía: _Llévenos a la Maisson Dorée.
Ella se sacudió y mirándolo fijamente, le dijo: _Danielito, no me parece apropiado que hagamos esta salida, prefiero marcharme a mi casa.
Daniel iba a insistir o preguntar si hizo algo que la molestara para ganar tiempo y convencerla, pero sintió que ya se estaba enojando, y antes de salirse de las casillas, le dijo al taxista: _Llévenos al Parque de Guadalupe.
Ya en el parque, se bajaron y caminaron hasta la parada, sin conversar, sin mirarse. Antes de abordar el bus, ella se despidió humildemente y él no tuvo más remedio que ser cortés hasta el último momento, pues ya lo había meditado durante el silencioso y acongojante trayecto de regreso:
Ella resolvió su dilema moral ante el Cristo, que, aunque era una estatua inerte, para las creencias de ella era imponente, y no tuvo arrestos para cruzar una línea emocional, un umbral criticable, posiblemente ansiado pero desconocido, y pudo más el prejuicio o el arrepentimiento, y por eso el gesto abrupto que la hizo retroceder. 
Ella priorizó su conciencia sobre un deseo momentáneo con el que, posiblemente, pensaba ahogar sus frustraciones.
Ella sufrió un choque entre la realidad y la fantasía y pesó más la crudeza de la situación de abordar un taxi hacia un motel, que la ilusión de sentirse amada y deseada por un momento. Eso actuó como un disparador de lucidez, haciendo que el peso de sus vínculos superara el impulso del affair.
Cuando Daniel marchaba para su casa, pensaba en dos cosas: jamás dejaría de sentir amor por su querida amiga; jamás volvería a buscarla, para evitar que ella se descarrilara, porque ahora había entendido que él no pensaba formar un futuro con ella, tan solo había cedido al deseo de amar y ser amado.
El bus iba llegando a San José y mañana tendría que ir a trabajar, pero de seguro, no iría más a La Schmidt.
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   Al costado este del Bancosta estaba el primer local de la Pizza Hut y ya ellos eran, gracias a Enrique, objeto de un sistema especial de atención. Primero que nada, eran de los pocos clientes que podían pedir por teléfono la pizza que querían y les reservaban una mesa, esos privilegios les economizaban un tiempo enorme, desde el punto de vista laboral.
Nuevamente, Enrique y sus contactos y vivencias emergían como pinceladas que plasmaban el mundo social que en ese entonces se entretejían, enlazando lo laboral con lo comercial y sentimental.
Quien conocía a Enrique y le perdonaba sus defectos, veía su vida como una metáfora pictórica; sus lazos, tan diversos como los colores en la paleta de un artista, se fundían en el lienzo de la ciudad, creando una obra maestra de interacciones humanas donde lo profesional y lo personal perdían sus fronteras definidas. Su calidad de funcionario no se esfumaba en su entorno extra laboral y su condición de ciudadano se hacía presente en el ámbito laboral; un complejo entramado que en su desenvolvimiento se convertía en un espectro natural muy bien ejecutado y fácil de comprender.
Cada encuentro de él con sus amigas, sus excompañeros de barrio, de escuela, de colegio o de universidad, estaba imbuido de una cálida humanidad, urdiendo una trama social tan resistente y compleja, que lo sentimental se volvía el sustrato invisible, pero subyacente, en todo evento social.
Asumía un papel de conector, se erigía como el nodo central de una red invisible, un catalizador que transformaba las transacciones comerciales en confianzas duraderas y las casualidades laborales en lealtades inquebrantables.
Y esas confianzas y lealtades se verían desveladas con todo su esplendor en una confesión que Enrique iba a hacer esa tarde noche a sus compañeros de Comisión.
Apenas entraron al restaurante, una salonera saludó en forma general al grupo y en cuanto vio a Enrique, lo saludó efusivamente y como si de una guía turística se tratara, hizo caminar al grupo hacia un cálido y reservado rincón donde estaba la mesa reservada. Isabel, de inmediato se presentó, tomó un papel que decía "Enrique Reservado" y empezó a tomar nota de las bebidas a traer.
Casi de inmediato, llegó Alba con dos suculentas pizzas, seguida de Luis, quien sirvió unas copas que llenó de un apetitoso vino blanco de las mejores narcas chilenas, bajo en alcohol y fino al paladar. No se retiraron hasta confirmar que todo estaba bien y del gusto de los muchachos.
Empezaron por brindar alegremente por el éxito alcanzado y luego le metieron diente a lo leudado. Al entregar una de las pizzas, la hicieron obvia para Enrique, lo cual notaron todos, y era que, como excepción del restaurante, a él le preparaban media pizza sin carne de ninguna especie y con aceitunas, piña y coco, mientras que la otra mitad era de las del menú de la casa.
Ahí se dio un vuelco a los temas de conversación, pues la exquisita deferencia con que atendían a Enrique era notoria, por lo que le preguntaron a qué se debía.
_Muy simple, muchas veces vengo con varios compañeros y ellos han notado que somos muy buenos clientes; y como yo soy el que llama, ya me conocen.
_No, no, tiene que haber algo más, _dijo Daniel pretendiendo parecer malicioso.
_Bueno, los dueños de la franquicia, Jorge Nils y Jorge Milton, fueron alumnos de mi papá en la Escuela Juan Rudin, y el día que nos vimos me saludaron con mucho afecto, lo cual me autenticó ante todo el personal del restaurante.
Enrique pareció desentenderse del asunto, pues elevó la cabeza poniendo toda su atención en uno de los ventanales, y los comensales podrían pensar que miraba algo hacia la acera del frente, y todos volvieron su cara hacia la acera del frente. Personas iban y venían, pero, al parecer, no había un móvil que justificara la atención; sin embargo, Enrique seguía lanzando sus miradas a la ventana.
De pronto, Oscar se levantó y se colocó detrás de Enrique, bajó su cabeza como pareciendo querer decirle un secreto y se enderezó riendo estentóreamente al tiempo que Enrique se levantaba y caminaba hacia el servicio sanitario. 
Oscar se sentó, sabiendo que contaba con la atención de todos, y dijo discretamente, _Enrique no mira hacia fuera, mira lo que se refleja dentro del local, allá, junto a la cajera.
Todos volvieron la cabeza y pudieron ver una muchacha que revisaba algo que tapaba el mostrador, aunque para ellos era obvio que facturas o documentos, giraba su rostro y daba órdenes a los distintos empleados que se acercaban en demanda de instrucciones. Tenía un uniforme distinto a todos, se notaba que era la supervisora. Pudieron ver que la cajera la alertó y ella volvió a ver cómo Enrique venía de regreso, y al pasar junto a ella se saludaron afectuosa y respetuosamente. Él reanudó la marcha y ella se quedó mirándolo hasta que llegó junto a sus compañeros de Comisión.
Casi al unísono, iban a lanzarle una andanada de bromas a Enrique, pero notaron que la muchacha había abandonado el mostrador y caminaba entre las mesas, y eso les hizo callar. De inmediato se creó un aura especial y delicada en la que todo parecía estar afectado por un ralentí armonioso y musical. Era un ser espectacular, con una cabellera negra y bien cuidada, un cuerpo excepcionalmente voluptuoso y elegante y una presencia imponente. 
Su cabellera, tan oscura como la noche más profunda, no era simplemente pelo, sino un marco de seda que realzaba cada uno de sus rasgos. Era una cascada de terciopelo que acariciaba sus hombros y añadía un aura de misterio y cuidado exquisito a su ya poderosa imagen.
Cada parte de su cuerpo parecía tener vida propia sin perturbar la armonía, capturando la luz y brillando con una salud envidiable, como si estuviera tallada en ébano pulido o en mármol moldeado desde el Art Nouveau. 
Y es que su figura era un poema de curvas y armonía, donde la voluptuosidad se encontraba con la gracia en perfecto equilibrio. No era solo un cuerpo escultural, sino una silueta que se movía con una elegancia innata, desafiando la gravedad con cada paso seguro y medido. La ropa parecía rendirse a sus formas, acentuando una presencia que no gritaba, sino que imponía un respeto silencioso a través de la pura y serena confianza que emanaba.
Pero más allá de la cabellera impecable y la curva de su cadera, lo que verdaderamente dejaba una huella imborrable era su presencia. Llenaba el espacio no con volumen, sino con una esencia magnética que atraía todas las miradas. Había una fuerza tranquila en su postura, una combinación de elegancia natural y seguridad que hacía que el mundo a su alrededor pareciera moverse a cámara lenta, convirtiéndola en el centro indiscutible de cualquier escenario que tuviera la fortuna de recibirla.
Ella se acercó, con rostro sonriente, a la mesa, junto al asiento de Enrique, colocó una mano sobre el respaldar con tal delicadeza que se diría que lo hacía sobre los hombros de él, y dijo: _Buenas noches, soy Marilú, ¿Están bien atendidos?_ Era notorio que en su arreglo personal no había nada de maquillaje, se atenía a su aspecto natural, tanto en su bello rostro como en sus finas y delicadas manos. Obviamente era una persona a la que no se le podía hacer daño, no por su fuerza y dinamismo, sino por su delidadeza y elegancia.
Hubo un silencio general en el que todos aspiraron Air Du Temps, el perfume de moda y luego se deshicieron en elogios hacia la comida, la atención y el lugar. Ella les dio las gracias, y ofreció toda la colaboración que fuera necesaria, se despidió cortésmente de todos y en especial de Enrique, y regresó a comandar las acciones del restaurante. Todos miraban cómo esa escultura viviente se alejaba fatalmente.
Ya para ese momento, nadie se podía llamar a engaño, y las suposiciones que se formaron en la mente de cada uno generaron un silencio respetuoso que solo interrumpieron al sacar a relucir otro tema, en un arrebato de compañerismo y complicidad. 
A veces, un secreto no necesita ser revelado, porque él se hace notar inocentemente; hacia los espectadores se expande, como lo hace el aroma de un perfume fino y delicado, en una difuminación en la que poco importan la realidad o la confirmación.
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   En el final de mi libro hay un mensaje que clausura el mismo, pero el final de cada uno de mis libros profetisa el final de todos los libros y extiendo el concepto hacia mi vida misma, en cuanto a que cada final es casi mi propia despedida, no solo de esa historia, sino del medio. 
He escrito siempre, y lo seguiré haciendo; mis textos pueden apreciarse como discretos cometas errantes, pero yo los veo como cuentas de un collar, una joya que puede brillar si se la considera postrada ante la Gloria y Honra del Creador. ¿Y porqué cometas?; porque de poco valen archivados en la estantería digital o en la biblioteca; antes bien, deben ser rocas que entren en tu cerebro y te hagan meditar acerca del poder de acciones  en pos de auto formar tu personalidad. Es una manera de favorecer el conocimiento de valores, y mostrar su aplicación en la vida real me encanta. Lanzar mi mensaje al entorno es un método fácil y sonoro, como un Jalel, como un canto sagrado, porque todos somos creación, que humilde canta.
Miré hacia el pasado en el primero y segundo de mis libros; hacia el futuro en el tercero; me escapé al mundo de ficción en el cuarto; deshice mi cerebro para desparramar mi pensamiento en el quinto libro y finalicé el viaje con un sexto libro, un relato novelesco en el que volví a retomar esos temas y mostrarlos en acción vital, para poner un broche a mi incursión literaria publicada.
He escrito de distintas temáticas: anécdotas, deporte, ficción, genealogía, historia, literatura, música, poesía, y me atreví hasta a la novela, pero sobre todo ello hay un velo envolvente, elaborado con hilos de autenticidad, espiritualidad y valores; a mi manera, guiado por mí mismo pero usando todos los recursos que me obsequió YHVH.

 























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